Palíndromo
Silvina Ocampo en su escritorio recargada en un torre de libros

La mujer inmóvil

Silvina Ocampo ❀︎
28 de julio de 2023
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Llegamos al verano con todas las vacilaciones de la vida. ¿Qué leer? ¿Hacia dónde asomarse durante los días que quedan del 2023? ¿Qué serie o nueva aplicación nos dará el ansiado descanso durante las vacaciones? Una respuesta clara: leer, y leer a alguien que nos hace sentir cercanos. Este es un pequeño preludio innecesario para introducir a Silvina Ocampo; si prefieres saltar e ir directo al texto, puedes seguir este enlace ❧ La mujer inmóvil.

Silvina Ocampo descansando

Silvina Ocampo
(28 de julio de 1903 - 14 de diciembre de 1993)

Creo que se ha escrito lo suficiente sobre las figuras que rodean a Silvina Ocampo: Jorge Luis Borges ocupa nuestros esmeros literarios; el alegre Adolfo Bioy Casares aparece espléndido ante cualquier cámara que lo conduzca hacia el exterior, y Victoria Ocampo establece cierta figura de autoridad detrás del ineludible lazo consanguíneo.

Silvina Ocampo junto a Bioy Casares
❤︎ Silvina Ocampo junto a Bioy Casares

Aquí el lector se habrá dado cuenta que desconozco la Obra completa de Silvina Ocampo pues carezco de los utensilios necesarios para completar una biblioteca bien armada —apenas si me alcanza para renovar el dominio de este sitio—, así que valdría no caer en la vacilación de los juicios gratuitos; sin embargo, ser una figura extranjera, incómoda para el lenguaje cotidiano, ha sido la labor de críticos y editores. También desconozco esas largas tardes donde podría tener el tiempo para leer cuidadosamente cada uno de los recovecos de la obra de Silvina Ocampo. Me encuentro a varios miles de kilómetros del contexto habitual que rodeó a Silvina; mis amigos no son Borges ni Casares, no tengo hermanos y con trabajo me alcanza para ver a dos o tres tristes que nos mantendremos desconocidos detrás de una ciudad que se eleva a miles de kilómetros sobre el nivel del mar. Puedo, sin embargo, encontrar una mirada importante en algunas fotografías de Silvina Ocampo.

Silvina Ocampo

Me entusiasma su exquisita lentitud, registro improbable para el insatisfecho vértigo de nuestro presente. ¿Cuáles son esos motivos que transcurrieron hace casi un siglo y se transformaron en la literatura que hoy nos acompaña? Recurro de la misma forma que lo hizo José Ricardo Chaves cuando exploró a un autor japonés que desconocía completamente; es decir, si uno es occidental, hay pocas cosas más terribles que hacer crítica (poner cierto orden), dentro de la literatura oriental. No obstante, creo que Ricardo Chaves acierta cuando esclarece las distancias:

La obra de Ueda Akinari surgió en el siglo xviii, marcado en Japón por una gran vitalidad popular en las ciudades [...] Se produjo un refinamiento urbano de las costumbres y las artes, al que se aludió como el arte de la vida flotante.

Chaves, Ricardo José. Ueda akinari y el gótico japonés. Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México. Consultado el 27 de julio de 2023: https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext_plus&pid=S0185-30822015000200113&lng=es&tlng=es&nrm=iso

Una vida flotante es como presiento a Silvina Ocampo. No sólo es mi lectura sin orientación, también Mariana Enriquez señala un apunte biográfico dentro de Invenciones del recuerdo:

Aquellos mendigos eran del color de las hojas secas
no eran de carne,
eran del color de la tierra, no tenían sangre,
el pelo les crecía como mata de pasto
y los ojos estaban en sus caras como el agua de las fuentes
en los jardines;
por eso le gustaban.
Algunos eran ciegos,
con ojos de color de los ópalos o de las piedras de luna,
otros rengos o mancos, dando pasos de baile
otros marcados de viruela
otros con la mitad de la cara comida
como estatuas de terracota
otros ebrios con manchas coloradas.
Cuando se iban, se iba un poco de su alegría.

Ocampo, Silvina. Invenciones del recuerdo, Lumen.

Claro que yo he mendigado realidades a través de los cauces inciertos de las palabras. ¿Podría darme su hora, señor? ¿Podría decirme si aquí en esta editorial están contratando, señorita? Así que me siento apelado a pertenecer al otro lado, ofreciendo la espalda para que la furia de los meteoritos me llenen de agujeros y esas piedras sean un collar o material para construir algo. Pero eso no es lo que me interesa señalar, creo que Silvina y yo nos hubiésemos llevado bien; he leído un poco de ella y no le exigo la naturaleza insondable de los signos o el estepario goce de los juegos literarios; lo que encuentra uno en la obra de Silvina Ocampo es lo que a veces Borges o Bioy ocultan con cierta timidez, su propia e inmediata existencia y esa exacerbación ante las cosas chiquitas de la vida; como ver a los mendigos remojar sus mendrugos de pan y verlos divertirse cuando el pedacito toca el fondo, como barcos heridos por la tormenta sin poder alcanzar ningún astillero. Esa cercanía la agradezco porque Silvina Ocampo es una autora que permite a los extraños resguardarse en su mansión argenta; no basta pregonar sobre feminismos o temas sofisticados, leer a Silvina Ocampo es disponer de un placer literario:


Silvina Ocampo oculta entre árboles

La mujer inmóvil

Las dos casas y los dos jardínes se daban la mano sobre la barranca, cerca del río. Una era la casa donde yo había nacido, la otra era la casa de mis abuelos. Para cruzar de una casa a la otra, había que atravesar una pequeña quinta abandonada que parecía contener tantos ladrones como árboles, luego un callejón de tierra donde vivían pobres vagabundos entre grandes fogatas de hojas de eucaliptos.

La casa de nuestros abuelos tenía sillas solemnes en el corredor y cofrecitos con bombones en los cuartos. La quinta tenía también una infinidad de atractivos; uno de ellos era un gigantesco ombú con piernas gordas de mujer dormida, como un edificio a medio construir lleno de peligros y de refugios. Otro era un sin fin de escalones que bajaban apresuradamente la barranca, hasta el milagro del invernáculo. Otro era el rincón de los trapecios donde mis tíos hacían representaciones crueles, de pruebistas. Otro, un grupo de higueras con higos nunca maduros, un parral con uvas negras, un gran almohadón de porcelana con borlas, y un montón de otras cosas que no tengo tiempo de enumerar.

Todos los días después de estudiar el piano yo iba corriendo hasta la casa de mis abuelos. Una vez, al pasar a la otra quinta, perdida en el medio del callejón yo buscaba desesperadamente las columnas de entrada de la casa vieja. Un hombre que venía caminando me miró sorprendido y me preguntó: ‘Señorita, ¿qué busca usted?’ Busco la casa de mis abuelos. ‘Aquí no viven ni han vivido nunca sus abuelos.’

Distraje mi asombro caminando por el largo callejón de tierra donde estaban los vagabundos. Algunos dormían en colchones de hojas. Otros sobre la tierra húmeda, debajo de un techito de latas. Algunos, durante el día, estudiaban minuciosamente las hojas de los árboles, y hablaban solos.

Ya no buscaba más la casa de mis abuelos. De repente tuve miedo y empecé a gritar: Quiero volver a mi casa. Quiero volver a mi casa. Alcé los ojos y en el cielo parecía que se había volcado un gran tintero de tinta negra, y lejos, en el horizonte, se levantaba un extraño clamor de tambores de lata para ahuyentar langostas. Yo gritaba: Quiero volver a mi casa, y un gran dolor me apretaba la garganta. En ese grito estaba encerrado el sufrimiento que me protegía. Tenía miedo del momento en que los gritos llegaran a faltarme.

Y de pronto, caída ya en el silencio, me oí decir: Es demasiado tarde.

No podía moverme. Un frío muy blanco me corrió por la espalda y contemplé largamente el cielo con un pescado entre mis brazos. De la boca del pescado subían y luego caían lluvias de agua, que me bañaban el rostro, el pecho y la cola festoneada de escamas.

Soy de la familia de las onagrarieas, como la fucsia y la onagra, decía una voz detrás de mí y otra le contestaba: Soy de la familia de las aceríneas. Soy Decandria, dijo otra. Yo no podía darme vuelta y dije en voz alta: “Me acostumbraré a ser sirena de una fuente con la cabellera tan suelta y con tantos pescados deslizándose entre mis piernas? ¿Conservaré bien mi postura de estatua?” Pero los árboles no me contestaron porque ya estaba en una casa de remates.

Silvina Ocampo.

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