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Virgilio Piñera

Cinco poemas de Virgilio Piñera

♌ Eduardo Reséndiz
04 de agosto, 2021
🏝

Virgilio Piñera (4 de agosto de 1912, †18 de octubre de 1979)

Cuba no sólo cabe en el mundo, es el universo. Sus poetas han puesto color a las páginas donde el verso reside en la voz del lector vivo y escapa de la lectura académica: imposible describir la poesía cubana desde el escritorio que pretende sistematizar su historia, revistas, generaciones, figuras o temas; José Martí ya lo enunciaba en una de sus cartas: De Cuba ¿qué no habré escrito?: y ni una página me parece digna de ella, sólo lo que vamos a hacer me parece digno. Recordemos también aquella descripción circular de Lezama Lima sobre Cuba: La ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos. Sólo la poesía cubana puede plantear los símbolos que forman su imagen. El lugar donde Nicolás Guillén vio que se parten las aguas y donde Guillermo Cabrera Infante menciona cómo Lorca hizo llover en La Habana. Son muchos los nombres que se inscriben dentro de las páginas cubanas, no olvidemos que en la prosa cubana es donde más se siente poesía la prosa: Alejo Carpentier, Severo Sarduy y Lezama Lima. Junto a estos apellidos va el rigor de la isla y la lista inabarcable de su navío: Eliseo Diego, Gaston Baquero, Cintio Vitier, Reinaldo Arenas, Fina García y el nombre que nos reúne aquí: Virgilio Piñera.

Somos extranjeros al querer subir al navío poético para llegar a la isla. Pero este acercamiento no pretende esclarecer la asonancia del verso cubano; sólo media el café y la lluvia de agosto. Esta propuesta reúne cinco poemas de Virgilio Piñera en su aniversario 109.

La lectura distendida que no apresurara los versos es una de las claves para disfrutar el espíritu lúdico, las atmósferas nocturnas y los parajes que se encuentran en estos cinco poemas:

Virgilio Piñera

Nunca los dejaré

Cuando puso los ojos en el mundo,
dijo mi padre:
“Vamos a dar una vuelta por el pueblo”.
El pueblo eran las casas,
los árboles, la ropa tendida,
hombres y mujeres cantando
y a ratos peleándose entre sí.
Cuántas veces miré las estrellas.
Cuántas veces, temiendo su atracción inhumana,
esperé flotar solitario en los espacios
mientras abajo Cuba perpetuaba su azul,
donde la muerte se detiene.
Entonces olía las rosas,
o en la retreta, la voz desafinada
del cantante me sumía en delicias celestiales.
Nunca los dejaré —decía en voz baja—;
aunque me claven en la cruz,
nunca los dejaré.
Aunque me escupan,
me quedaré entre el pueblo.
Y gritaré con ese amor que puede
gritar su nombre hacia los cuatro vientos,
lo que el pueblo dice en cada instante:
“Me están matando pero estoy gozando”.

[1962]
			

En el Gato Tuerto

En el Gato Tuerto no hay gatos.
En el Gato Tuerto hay gente,
con ojos como prismáticos,
con bocas como ventosas,
con manos como tentáculos,
con pies como detectores.

En el Gato Tuerto
hay una noche dentro de la noche,
con una luna que sale para algunos,
un sol que brilla para otros
y un gallo que canta para todos.

En el Gato Tuerto
hay el asiento de la felicidad,
hay el asiento de la desdicha,
y hay también el horrendo asiento de la espera.

En el Gato Tuerto,
¿me atreveré a decirlo?
hay un pañuelo para enjugar las lágrimas,
y hay igualmente,
—casi no me atrevo—
un espejo para mirarse cara a cara.


En el Gato Tuerto
una noche se dieron el sí dos amantes,
y en el Gato Tuerto
otra noche mataron lo que amaban.


En el Gato Tuerto
hay un momento de expectación
cuando el amante imaginario
hace su aparición.


Mira amorosamente y dice:
“¡Soy de quien me espera!”,
y entonces el feeling llega al corazón,
en el Gato Tuerto con Revolución.

(1967)

			

Testamento

Como he sido iconoclasta
me niego a que me hagan estatua:
si en la vida he sido carne,
en la muerte no quiero ser mármol.

Como yo soy de un lugar
de demonios y de ángeles,
en ángel y demonio muerto
seguiré por esas calles…

En tal eternidad veré
nuevos demonios y ángeles,
con ellos conversaré
en un lenguaje cifrado.

Y todos entenderán
el yo no lloro, mi hermano…
Así fui, así viví,
así soñé y pasé el trance.

[1967]
			

De sobremesa

¿Qué cosa, tú?
Con su problema, su lástex y sus pulseras, se sienta a la mesa:
Aquí estoy.
Desde otra mesa:
Aquí estoy.
Desde el fondo:
Aquí estoy.
Semejante a un astro pavo, relleno de palabras, brilla con luz propia:
aquí estoy.
María, Luis, Jaime, Rebeca, Jorge.
Frituras de seso, sopa de fideos, gâteaux à la crème.
Eres un falso. Qué vida esta. Mañana será otro día.
A Rebeca le nació un niño deforme. Qué ricas las frituras. Debo
ir al velorio de mi primo. No le pongas tanta sal a la ensalada.
Contra todo lo esperado nadie grita ni se apagan las luces.

¿Quién dijo miedo? El miedo con los ojos desorbitados y una
albóndiga atravesada en la garganta. ¿Quién dijo miedo?
¿Quién en esta hora de tinieblas, olvida alisar la raya de su pantalón?
¿Quién, con sonrisa encantadora y la yema del dedo, 
no desprende el grano de arroz caído en la solapa de su saco?
El miedo, que viste y calza nuestros actos, se sienta a la mesa con nosotros.
Aquí estoy.
¿Saldrá expulsado, entre restos de albóndigas y frituras, por cada uno
de los anos?
Música. Luces cegadoras. Empieza a acariciarme. Dime que soy
tu niño. Arrópame. Cuéntame el cuento del pie que habla y de
la cabeza que camina. Recuérdame el sol que vimos juntos.
Señálame el barco con tu dedo otra vez. Asegúrame que iremos
esta noche a una función del ratón Mikito.

Suave, suave.
Derivando.
¿Cuánto nos falta para llegar al antes?
Deslízame.
Suave, suave.
¿A qué distancia estamos?

Ten cuidado. Vas a pisar la fritura que ha dejado caer el señor
de la gardenia en la solapa. O del grano de arroz en la solapa.
Suave, mi amor. Suave. No me cuentes más. Ya no hace falta.
Ahora sácame el rabito, que me hago pipí.

[1977]
			

La gran puta

Cuando en 1937 mi familia llegó a La Habana
–uno de los tantos éxodos a que estábamos acostumbrados–
mi padre –como tenía por costumbre sanguínea–
se dio de galletas y se puso a echar carajos.
Llegaron exactamente a las diez de la mañana
de un día de agosto mojado con vinagre;
antes de ir a esperar el Santiago-Habana
tomé un jugo de papaya en Lagunas y Galiano,
y como el deber se impone al deseo
perdí a un negro que me hacía señas con la mano.
 
Por esa época yo tenía veinticinco años
y toda la vida resumida en la mirada;
años mal llevados porque el hambre no paga:
“Virgilio —me decía Oscar Zaldívar—
no te alimentas lo suficiente. Hay que comer carne...”
De vez en cuando me llevaba a La Genovesa
en la esquina atormentada de Virtudes y Prado,
donde Panchita, una italiana operativa,
le decía doctor a Oscar y a mí no me decía nada.
Las calles eran vahídos y las aceras desmayos:
En la cabeza los versos y en el estómago cranque.
Corría a la casa de empeños sita en Amistad y Ánimas
buscando que me colgaran entre docenas de guitarras,
yo, empeñado, yo empeñando un saco viejo de Osvaldo
para trepar jadeante la cazuela del Auditórium
a ver “El Avaro” de Molière que Luis Jouvet presentaba.
 
Era La Habana con tranvías y con soldados
de kaki amarillo, haciendo el fin de mes
con los pesos de los homosexuales;
entre los cuales, en cierta manera, me cuento,
es decir, en mi humilde escala: no osaría ponerme
a la altura de La Marquesa Eulalia, del Pájaro Verde,
de Jarroncito Chino, de la Pulga Lírica y del Marqués
de Pinar del Río, y aunque una noche, en el Don Quijote,
bailé sobre una mesa disfrazado de maja,
mi alarde palidece ante la magnificencia
del Pájaro Verde dejándose degollar en el baño.
 
Según se mire eran tiempos heroicos, tiempos
que fueran cantados por guitarras alcoholizadas,
palabras tremendas que eran pronunciadas
con el filo de un cuchillo, mientras allá,
en Marte y Belona, los bailadores realizaban
la confusa gesta del danzón ensangrentado.
Esta gesta alcanzaba proporciones épicas
en el Cuchillo de San Miguel: allí Panchitín Díaz
le decía con su voz aflautada a la putica debutante:
“Muchacha, tienes toda la vida por delante...”,
y dando dos pasos se metía en la barbería de Neptuno
para entablar un diálogo funambulesco
con la corpulenta Albertino, que se hacía afeitar
una barba imaginaria.
 
Una noche en El Prado, con su pedazo de cielo
particularmente convulso sobre leones de bronce verde,
sobre leones que temblaban al paso del
Emperador del Mundo —un negro tuberculoso con
el pecho constelado de chapitas de Coca Cola—,
se comentaba con terror manifiesto
la frase ciceroniana de la mujer que se tiró
bajo las ruedas del automóvil de Lily Hidalgo de Conill:
“¡Habana, ábrete y trágame!”
Pero La Habana se hizo aún más rígida
para que ella pudiera ir hasta Colón sin baches,
para que esa noche las putas chancrosas
hicieran buenos pesos y para que lloraran los
sentimentales, entre los cuales también me cuento,
al extremo que podría ser nombrado presidente de
los sentimentales, y ahora precisamente recuerdo
al hombre que vi matar junto a la estatua de Zenea
con su mano convulsa aferrada al seno de mármol
de la mujer que eternamente lo acompaña.
Me pareció que llegaba el Apocalipsis,
pero justo en ese momento oí: “¡Maní tostao, maní!”
y metían por mis ojos anegados en lágrimas
un cucurucho de voluptuosidad cubana.
 
Mi amiga, la Muerta Viva, una puta francesa
que recaló en Sagua allá por el veinticuatro
compraba todos los días el periódico para
ver si en la Crónica Roja aparecía muerto
el cabrón, decía ella, que la dejó plantada en Sagua.
Pero como la vida manda, seguía abriendo las piernas
sin sentimentalismo de ninguna clase.
Yo, que mi destino de poeta me impidió la putería
soñaba persistentemente con abrir las mías:
cuando el hambre aprieta, sueños monstruosos
se perfilaban en cada esquina, monedas del tamaño de
una casa me caían encima, y todo terminaba
en una frita deglutida al compás de
“Bigote de gato es un gran sujeto...”
Sin embargo, pensaba en la inmortalidad
con la misma persistencia con que me acosaba
la mortalidad, porque aun cuando viéndome
forzado a escuchar “la inmortalidad del cangrejo”
y ver al tipo pálido sentado en el café de
los bajos de mi casa, con un palillo en los
dientes y un vaso de agua sobre la mesa
pensando en las musarañas, yo me aferraba
a la mentira piadosa siguiendo al mismo
tiempo con la vista los sándwiches de pierna
que rechinaban en mis tripas.
 
Suaritos anunciaba a Ñico Saquito,
Toña La Negra quebraba la luna con su voz
de tortillera mejicana, Batista daba golpetazos
en Columbia, Patricia la Americana se momificaba
en un disco y Daniel Santos galvanizaba los solares.
Claro está, en la ciudad del sol constante
los fantasmas acostumbraban salir a plena luz:
los he visto acompañándome por Monte y Cárdenas
el día del entierro de Menocal, con ron peleón,
porque de eso el general prodigó, enchumbó, anestesió
y el champán para él y Marianita en París.
“Querida, me dijo Jarroncito Chino, hoy todo el mundo
está jalao, haremos ranfla moñuda,
ya el General templó lo suyo y nosotras moriremos
con un troyó papá bien grande adentro”
Así murió efectivamente. Destino cumplido,
vida realizada, strip-tease de pelo en pecho,
sacando palanganas de agua de culo.
Cuando se la llevaron había un Norte de
tres pares de cojones.
 
Estos son los monumentos que nunca veremos en
nuestras plazas, amorfa, sí, amorfa cantidad
de donde extraigo el canto, en cualquier parte,
bajando por Carlos III que entonces tenía bancos,
escuálido, tembloroso, con mi amorosa Habana
siguiéndome los pasos como perro dócil
entre años caídos retumbando como cañones
dejando la peseta en casa de la barajera
para saber ¿para saber? si mañana entraré
en la papa... Un pelado en el Mercado Único,
un guarapo en el Mercado del Polvorín,
siempre avanzando, en brecha mortal,
buscando la completa como se busca un verso,
¡oh inacabables calles, oh aceras perfumadas
con orine! ¡Oh hacendados con pañuelos
imprednados de Guerlain, que nunca
me pusieron casa!
 
Solo en mi accesoria haciendo mis versitos
veía pasar La Habana como un río de sangre:
y como una puta más del barrio de Colón
los contaba de madrugada como si fueran pesos.
			

Tres poemas más de Virgilio Piñera

El hechizado

								A Lezama, en su muerte

Por un plazo que no pude señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.

Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar
encrespada y terrible que es la vida.
A ti primero te cerró la herida:
mortal combate del ser y del estar.

Es tu inmortalidad haber matado
a ese que te hacía respirar
para que el otro respire eternamente.

Lo hiciste con el arma Paradiso.
—Golpe maestro, jaque mate al hado—.
Ahora respira en paz. Viva tu hechizo.

9 de agosto de 1976
			

Reversibilidad

Rodeado de un bobo, un mudo y un ciego
—adornos monstruosos del negocio—,
esperas tu turno en la barbería.
Ellos te llevan la ventaja
de estar fuera del tiempo.
Sagrados y consagrados
por una muerte en vida,
nada podría herirlos.
Pero tú existes, existes a medias,
en una extraña manera de existir.
De los muchos paraísos de este mundo,
ninguno te tocó en suerte.
Tu papel es testificar
el tremendo gozar de los otros,
y mediante la palabra, convertir
ese gozo en algo más sublime.

Y mientras embellezco al prójimo,
me voy afeando hasta adquirir la máscara grotesca
de quien existe a medias, sufre en el cepo de sus días
imaginarios, y su máscara corroe su cara verdadera.

De niño ya simulabas ser otro.
Tú no podías ser tú.

Si veías un árbol no era un árbol,
era algo indescifrable.
Algo que, indescriptible, venía a ser tu otro yo.
Entretanto los frutos del paraíso terrenal
se alejaban de ti en una barca negra
construida con palabras herméticas,
tan indescifrables como tú mismo.

Ahora el barbero esgrime la navaja,
y se dispone a afeitar al cliente ciego,
quien experimenta casi el orgasmo
cuando la navaja le roza la nuez.
Pero es un cliente, y la navaja es inofensiva.
No se abatirá en la yugular ni segará su vida.
Pero yo veo ríos de sangre,
al barbero convertido en Jack el destripador,
al ciego, como una mujer fatal, recibiendo su merecido.
La escena es tan perfecta, tan propicia.
Acá el espejo multiplica las pasiones,
un asiento es la cama de la concupiscencia,
y esta toalla un raudal de lágrimas.
El amante traicionado esgrime la navaja.
Hay que ver cómo se superpone un barbero
a un hombre loco de pasión,
y un cliente ciego, a una cortesana degollada.
Lo irreal es realidad, lo minúsculo, grandioso.
Y aunque nadie se percate, acabo de transformar el mundo.
Mío tan sólo, intemporal. Ellos siguen intactos.

Gracias —dice el ciego—. ¿Cuánto le debo?
Y el bobo repite: ¿Cuánto le debo?
Y se ríe sin saber de qué se ríe.
No lo ven. No pueden verlo.
Pero todos, ya fuera del tiempo, son figuras yacentes.
Las animo a medida que desarrollo la trama.
—Señor —me dice el barbero. Es su turno.
—Señora —me dice el amante traicionado, encomienda tu alma.
—Señor —me dice el barbero, ¿lo afeito?
—Señora —me dice el amante traicionado, voy a degollarla.
Brota la sangre de mi carótida, tiemblo como un poseso.
—¿Se siente mal, señor?, me pregunta el barbero inocente.

Perfectamente afeitado abandono la barbería,
y perfectamente degollado me llevan a la morgue.
Un mundo gelatinoso en el que resbalo a cada paso
me envuelve en sus oleadas de realidad luminosas.
El tiempo deja de transcurrir, aunque el sol
se ha ocultado, y la noche no existe.
El barbero lee en su casa el periódico,
el mudo traga su bocado, el ciego se sumerge en el sueño,
con sus alaridos puebla el idiota la plaza desierta.
Pero todos ellos, sin saberlo siquiera,
siguen por una avenida mi cortejo fúnebre:
soy una puta famosa que acaba de ser degollada.

[1978]
			

La isla en peso

La maldita circunstancia del agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían en un cuarto por compresión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua
en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,
me acostumbro al hedor del puerto,
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,
noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces.
Una taza de café no puede alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?
 
La eterna miseria que es el acto de recordar.
Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,
devolviéndome el país sin el agua,
me la bebería toda para escupir al cielo.
Pero he visto la música detenida en las caderas,
he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus cabezas.

Hay que saltar del lecho con la firme convicción
de que tus dientes han crecido,
de que tu corazón te saldrá por la boca.
Aún flota en los arrecifes el uniforme del marinero ahogado.
Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo.
Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente,
esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota de agua y vivir secamente.
Esta noche he llorado al conocer a una anciana
que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua por todas partes.
Hay que morder, hay que gritar, hay que arañar.
He dado las últimas instrucciones.
El perfume de la piña puede detener a un pájaro.
Los once mulatos se disputaban el fruto,
los once mulatos fálicos murieron en la orilla de la playa.
He dado las últimas instrucciones.
Todos nos hemos desnudado.
 
Llegué cuando daban un vaso de aguardiente a la virgen bárbara,
cuando regaban ron por el suelo y los pies parecían lanzas,
justamente cuando un cuerpo en el lecho podría parecer impúdico,
justamente en el momento en que nadie cree en Dios.
Los primeros acordes y la antigüedad de este mundo:
hieráticamente una negra y una blanca y el líquido al saltar.
Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos.
Es en este país donde no hay animales salvajes.
Pienso en los caballos de los conquistadores cubriendo a las yeguas,
pienso en el desconocido son del areíto
desaparecido para toda la eternidad,
ciertamente debo esforzarme a fin de poner en claro
el primer contacto carnal en este país, y el primer muerto.
Todos se ponen serios cuando el timbal abre la danza.
Solamente el europeo leía las meditaciones cartesianas.
El baile y la isla rodeada de agua por todas partes:
plumas de flamencos, espinas de pargo, ramos de albahaca, semillas de aguacate.
La nueva solemnidad de esta isla.
¡País mío, tan joven, no sabes definir!
 
¿Quién puede reír sobre esta roca fúnebre de los sacrificios de gallos?
Los dulces ñáñigos bajan sus puñales acompasadamente.
Como una guanábana un corazón puede ser traspasado sin cometer crimen.
sin embargo el bello aire se aleja de los palmares.
Una mano en el tres puede traer todo el siniestro color de los caimitos
más lustrosos que un espejo en el relente,
sin embargo el bello aire se aleja de los palmares,
si hundieras los dedos en su pulpa creerías en la música.
Mi madre fue picada por un alacrán cuando estaba embarazada.
 
¿Quién puede reír sobre esta roca de los sacrifícios de gallos?
¿Quién se tiene a sí mismo cuando las claves chocan?
¿Quién desdena ahogarse en la indefinible llamarada del flamboyán?
La sangre adolescente bebemos en las pulidas jícaras.
Ahora no pasa un tigre sino su descripción.
 
Las blancas dentaduras perforando la noche,
y también los famélicos dientes de los chinos esperando el desayuno
después de la doctrina cristiana.
Todavía puede esta gente salvarse de cielo,
pues al compás de los himnos las doncellas agitan diestramente
los falos de los hombres.
La impetuosa ola invade el extenso salón de las genuflexiones.
Nadie piensa en implorar, en dar gracias, en agradecer, en testimoniar.
La santidad se desinfla en una carcajada.
Sean los caóticos símbolos del amor los primeros objetos que palpe,
afortunadamente desconocemos la voluptuosidad y la caricia francesa,
desconocemos el perfecto gozador y la mujer pulpo,
desconocemos los espejos estratégicos,
no sabemos llevar la sífilis con la reposada elegancia de un cisne,
desconocemos que muy pronto vamos a practicar estas mortales elegancias.
 
Los cuerpos en la misteriosa llovizna tropical,
en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre en la llovizna,
los cuerpos abriendo sus millones de ojos,
los cuerpos, dominados por la luz, se repliegan
ante el asesinato de la piel,
los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como girasoles de fuego
encima de las aguas estáticas,
los cuerpos, en las aguas, como carbones apagados derivan hacia el mar.
 
Es la confusión, es el terror, es la abundancia,
es la virginidad que comienza a perderse.
Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan mi razón,
y escalo el árbol más alto para caer como un fruto. 
Nada podría detener este cuerpo destinado a los cascos de los caballos,
turbadoramente cogido entre la poesía y el sol.
 
Escolto bravamente el corazón traspasado,
clavo el estilete más agudo en la nuca de los durmientes.
El trópico salta y su chorro invade mi cabeza
pegada duramente contra la costra de la noche.
La piedad original de las auríferas arenas
ahoga sonoramente las yeguas españolas,
la tromba desordena las crines más oblicuas.
 
No puedo mirar con estos ojos dilatados.
Nadie sabe mirar, contemplar, desnudar un cuerpo.
Es la espantosa confusión de una mano en lo verde,
los estranguladores viajando en la franja del iris.
No sabría poblar de miradas el solitario curso del amor.
 
Me detengo en ciertas palabras tradicionales:
el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco,
con simple ademán, apenas si onomatopéyicamente,
titánicamente paso por encima de su música,
y digo: el agua, el mediodía, el azúcar, el humo.
 
Yo combino:
el aguacero pega en el lomo de los caballos,
la siesta atada a la cola de un caballo,
el cañaveral devorando a los caballos,
los caballos perdiéndose sigilosamente
en la tenebrosa emanación del tabaco,
el último gesto de los siboneyes mientras el humo pasa por la horquilla
como la carreta de la muerte,
el último ademán de los siboneyes,
y cavo esta tierra para encontrar los ídolos y hacerme una historia.
 
Los pueblos y sus historias en boca de todo el pueblo.
 
De pronto, el galeón cargado de oro se mete en la boca
de uno de los narradores,
y Cadmo, desdentado, se pone a tocar el bongó.
La vieja tristeza de Cadmo y su perdido prestigio:
en una isla tropical los últimos glóbulos rojos de un dragón
tiñen con imperial dignidad el manto de una decadencia.
 
Las historias eternas frente a la historia de una vez del sol,
las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones y cotorras,
las eternas historias de los negros que fueron,
y de los blancos que no fueron,
o al revés o como os parezca mejor,
las eternas historias blancas, negras, amarillas, rojas, azules,
—toda la gama cromática reventando encima de mi cabeza en llamas—,
la eterna historia de la cínica sonrisa del europeo
llegado para apretar las tetas de mi madre.
 
El horroroso paseo circular,
el tenebroso juego de los pies sobre la arena circular,
el envenado movimiento del talón que rehuye el abanico del erizo,
los siniestros manglares, como un cinturón canceroso,
dan la vuelta a la isla,
los manglares y la fétida arena
aprietan los riñones de los moradores de la isla.
 
Sólo se eleva un flamenco absolutamente.
 
¡Nadie puede salir, nadie puede salir!
La vida del embudo y encima la nata de la rabia.
Nadie puede salir:
el tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo intacto.
Nadie puede salir:
una uva caleta cae en la frente de la criolla
que se abanica lánguidamente en una mecedora,
y “nadie puede salir” termina espantosamente en el choque de las claves.
 
Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,
cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento nutridor.
Cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra,
cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol se acostumbra,
cada hombre, abriendo su boca como una cisterna, embalsa el agua
del mar, pero como el caballo del barón de Munchausen,
la arroja patéticamente por su cuarto trasero,
cada hombre en el rencoroso trabajo de recortar
los bordes de la isla más bella del mundo,
cada hombre tratando de echar a andar a la bestia cruzada de cocuyos.
 
Pero la bestia es perezosa como un bello macho
y terca como una hembra primitiva.
Verdad es que la bestia atraviesa diariamente los cuatro momentos caóticos,
los cuatro momentos en que se la puede contemplar
—con la cabeza metida entre sus patas—escrutando el horizonte con ojo atroz,
los cuatro momentos en que se abre el cáncer:
madrugada, mediodía, crepúsculo y noche.
 
Las primeras gotas de una lluvia áspera golpean su espalda
hasta que la piel toma la resonancia de dos maracas pulsadas diestramente.
En este momento, como una sábana o como un pabellón de tregua, podría
desplegarse un agradable misterio,
pero la avalancha de verdes lujuriosos ahoga los mojados sones,
y la monotonía invade el envolvente túnel de las hojas.
 
El rastro luminoso de un sueño mal parido,
un carnaval que empieza con el canto del gallo,
la neblina cubriendo con su helado disfraz el escándalo de la sabana,
cada palma derramándose insolentemente en un verde juego de aguas,
perforan, con un triángulo incandescente, el pecho de los primeros aguadores,
y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol cosida por un gallo.
Es la hora terrible.
Los devoradores de neblina se evaporan
hacia la parte más baja de la ciénaga,
y un caimán los pasa dulcemente a ojo.
Es la hora terrible.
La última salida de la luz de Yara
empuja a los caballos contra el fango.
Es la hora terrible.
Como un bólido la espantosa gallina cae,
y todo el mundo toma su café.
 
¿Pero qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Las faenas del día se enroscan al cuello de los hombres
mientras la leche cae desesperadamente.
¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?
 
Con un lujo mortal los macheteros abren grandes claros en el monte,
la tristísima iguana salta barrocamente en un caño de sangre,
los macheteros, introduciendo cargas de claridad, se van ensombreciendo
hasta adquirir el tinte de un subterráneo egipcio.
¿Quién puede esperar clemencia en esta hora?
 
Confusamente un pueblo escapa de su propia piel
adormeciéndose con la claridad,
la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal
en los bellos ojos de hombres y mujeres,
en los inmensos y tenebrosos ojos de estas gentes
por los cuales la piel entra a no sé qué extraños ritos.
 
La piel, en esta hora, se extiende como un arrecife
y muerde su propia limitación,
la piel se pone a gritar como una Ioca, como una puerca cebada,
la piel trata de tapar su claridad con pencas de palma,
con yaguas traídas distraídamente por el viento,
la piel se tapa furiosamente con cotorras y pitahayas,
absurdamente se tapa con sombrías hojas de tabaco
y con restos de leyendas tenebrosas,
y cuando la piel no es sino una bola oscura,
la espantosa gallina pone un huevo blanquísimo.
 
¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar!
Pero la claridad avanzada, invade
perversamente, oblicuamente, perpendicularmente,
la claridad es una enorme ventosa que chupa la sombra,
y las manos van lentamente hacia los ojos.
 Los secretos más inconfesables son dichos:
la claridad mueve las lenguas,
la claridad mueve los brazos,
la claridad se precipita sobre un frutero de guayabas,
la claridad se precipita sobre los negros y los blancos,
la claridad se golpea a sí misma,
va de uno a otro lado convulsivamente,
empieza a estallar, a reventar, a rajarse,
la claridad empieza el alumbramiento más horroroso,
la claridad empieza a parir claridad.
Son las doce del día.
 
Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste.
Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles,
y, echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre aguas metálicas.
En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido,
ni levantar una mano para acariciar un seno;
en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas
preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos
o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales en esta isla.
Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia arriba,
los oídos obturados por el tapón de la somnolencia,
los poros tapiados con la cera de un fastidio elegante
y la mortal deglución de las glorias pasadas.
 
¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno
cuyo estampido raje, de arriba a abajo, el tímpano de los durmientes?
¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno
el tímpano de los durmientes?
Los hombres-conchas, los hombres-macaos, los hombres-túneles.
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!
¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar!
Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro.
 
De pronto el mediodía se pone en marcha,
se pone en marcha dentro de sí mismo,
el mediodía estático se mueve, se balancea,
el mediodía empieza a elevarse flatulentamente,
sus costuras amenazan reventar,
el mediodía sin cultura, sin gravedad, sin tragedia,
el mediodía orinando hacia arriba,
orinando en sentido inverso a la gran orinada
de Gargantúa en las torres de Notre Dame,
y todas esas historias, leídas por un isleño que no sabe
lo que es un cosmos resuelto.
 
Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo y el mundo se perfile.
A la luz del crepúsculo una hoja de yagruma ordena su terciopelo,
su color plateado del envés es el primer espejo.
La bestia lo mira con su ojo atroz.
En este trance la pupila se dilata, se extiende como mundo se perfila,
hasta aprehender la hoja.
Entonces la bestia recorre con su ojo las formas sembradas en su lomo
y los hombres tirados contra su pecho.
Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra.
 
No una mujer y un hombre frente a frente,
sino el contorno de una mujer y un hombre frente a frente,
entran ingrávidos en el amor,
de tal modo que Newton huye avergonzado.
 
Una guinea chilla para indicar el angelus:
abrus precatorious, anona myristica, anona palustris.
 
Una letanía vegetal sin trasmundo se eleva
frente a los arcos floridos del amor:
Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia plicatula.
El paraíso y el infierno estallan y sólo queda la tierra:
Ficus religiosa, ficus nitida, ficus suffocans.
 
La tierra produciendo por los siglos de los siglos:
Panicum colonum, panicum sanguinale, panicum maximum.
El recuerdo de una poesía natural, no codificada, me viene a los labios:
Árbol de poeta, árbol del amor, árbol del seso.
 
Una poesía exclusivamente de la boca como la saliva:
Flor de calentura, flor de cera, flor de la Y.
 
Una poesía microscópica:
Lágrimas de Job, lágrimas de Júpiter, lágrimas de amor.

Pero la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman.
En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato:
Todas las aletas de todas las narices azotan el aire
buscando una flor invisible;
la noche se pone a moler millares de pétalos,
la noche se cruza de paralelos y meridianos de olor,
los cuerpos se encuentran en el olor,
se reconocen en este olor único que nuestra noche sabe provocar;
el olor lleva la batuta de las cosas que pasan por la noche,
el olor entra en el baile, se aprieta contra el güiro,
el olor sale por la boca de los instrumentos musicales,
se posa en el pie de los bailadores,
el corro de los presentes devora cantidades de olor,
abre la puerta y las parejas se suman a la noche.
 
La noche es un mango, es una piña, es un jazmín,
la noche es un árbol frente a otro árbol sin mover sus ramas,
la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la bestia;
una noche esterilizada. una noche sin almas en pena,
sin memoria, sin historia, una noche antillana;
una noche interrumpida por el europeo,
el inevitable personaje de paso que deja su cagada ilustre,
a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el rodar de la noche antillana,
una excrecencia vencida por el olor de la noche antillana.
 
No importa que sea una procesión, una conga,
una comparsa, un desfile.
La noche invade con su olor y todos quieren copular.
El olor sabe arrancar las máscaras de la civilización,
sabe que el hombre y la mujer se encontrarán sin falta en el platanal.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
 
No hay que ganar el cielo para gozarlo,
dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja,
la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
 
No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,
sólo sentimos su realidad física
por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas
 
Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus. espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla,
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

[1944]
			

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