Palíndromo
Álvaro Mutis

Cinco poemas de Álvaro Mutis

♌ Eduardo Yael
25 de agosto, 2021
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Álvaro Mutis (25 de agosto de 1923, †22 de septiembre de 2013)

Rara vez la crítica literaria habla sobre la sensaciones o colores para razonar una obra. Desde la tradición moderna, combinar colores y letras es para los que carecen de un repertorio clave; ya que los colores no expresan los rasgos del discurso analítico y coherente: la aparición de un color podría ser absoluta pero cae en lo subjetivo al ser incomunicable. Pero rotos como estamos en este verano, podemos distinguir la afinidad de estos días de agosto: son colores pálidos del ocaso difíciles de ignorar. Nos reúne un motivo también: el aniversario de Álvaro Mutis; un escritor viajero que transcribió su tránsito a través del verso y la prosa. Mutis, colombiano que vivió casi toda su vida en México, pertenece a su propia generación. Podría decirse que sus colores van desde el ocre de los áridos y las viejas montañas donde los profetas tienen sus revelaciones; hasta el azul casi morado de los idilios nocturnos que se enfatizan en ambientes urbanos y de los portones de un hotel de provincia donde un neón descolorido anuncia que hay sitio para los viajeros. No es que la poesía de Mutis trabaje precisamente con el lenguaje de los colores, pero el acercamiento se vuelve profuso, quizá vivo; contrario a intercambiar cartas académicas con los que conjuran su nombre para mutilar el reflejo mutisiano. Para conmemorar su aniversario 98; traemos a cuenta cinco poemas (aunque son cerca de 23) que sirven para una primera lectura al universo migrante de Álvaro Mutis: cafetales son el espacio referente en la obra de Mutis, su paraíso perdido situado en una Colombia donde otros han resentido su infierno verde pero al que Mutis acude bajo el ensueño poético. Recuerden vestir bien, bañarse antes de leerlo, tener café listo y una hojita para anotar las variaciones rítmicas y la lengua de un sediento por regresar a casa: La caspa luminosa de los chacales / es el poema; lo es, Mutis, enorme Mutis al que evocamos con el paso ligero de nuestra lectura en voz grave y sedienta. Encontrar su condición de caminante eterno que conjunta con la intertextualidad de su obra, el reflejo del viajero que sale por la puerta del hotel donde nunca descansó pero espera hallar en el siguiente la ruta de regreso. Cada poemario suyo, claro, es un hotel donde podemos anidar y sentir el aroma de los cafetales que le alimentaron las quimeras a Mutis. Queda leerlo, disfrutarlo, olvidar todo lo anterior y sumergirse a su épica de s. xx.

Los elementos del desastre (1953)

Los elementos del desastre

I

Una pieza de hotel ocupada por distracción o prisa, cuán pronto nos revela sus proféticos tesoros. El arrogante granadero “bersaglier” funambulesco, el rey muerto por los terroristas y cuyo cadáver despernancado en el coche se mancha precipitadamente de sangre, el desnudo tentador de senos argivos y caderas 1900, la libreta de apuntes y los dibujos obscenos que olvidara un agente viajero. Una pieza de hotel en tierras de calor y vegetales de tierno tronco y hojas de plateada pelusa, esconde su cosecha siempre renovada tras el pálido orín de las ventanas.

2

No espera a que estemos completamente despiertos. Entre el ruido de dos camiones que cruzan veloces el pueblo, pasada la medianoche, fluye la música lejana de una humilde vitrola que lenta e insistente nos lleva hasta los años de imprevistos sudores y agrio aliento, al tiempo de los baños de todo el día en el río torrentoso y helado que corre entre el alto muro de los montes. De repente calla la música para dejar únicamente el bordoneo de un grueso y tibio insecto que se debate en su ronca agonía, hasta cuando el alba lo derriba de un golpe traicionero.

3

Nada ofrece de particular su cuerpo. Ni siquiera la esperanza de una vaga armonía que nos sorprenda cuando llegue la hora de desnudarse. En su cara, su semblante de anchos pómulos, grandes ojos oscuros y acuosos, la boca enorme brotada como la carne de un fruto en descomposición, su melancólico y torpe lenguaje, su frente estrecha limitada por la pelambre salvaje que se desparrama como maldición de soldado. Nada más que su rostro advertido de pronto desde el tren que viaja entre dos estaciones anónimas, cuando bajaba hacia el cafetal para hacer su limpieza matutina.

4

Los guerreros, hermano, los guerreros cruzan países y climas con el rostro ensangrentado y polvoso y el rígido ademán que los precipita a la muerte. Los guerreros esperados por años y cuya cabalgata furiosa nos arroja a la medianoche del lecho, para divisiar a lo lejos el brillo de sus arreos que se pierda allá, más abajo de las estrellas.
Los guerreros, hermano, los guerreros del sueño que te dije.

5

El zumbido de una charla de hombres que descansaban sobre los bultos de café y mercancías, su poderosa risa al evocar mujeres poseídas hace años, el recuento minucioso y pausado de extraños accidentes y crímenes memorables, el torpe silencio que se extendía sobre las voces, como un tapete gris de hastío, como un manoseado territorio de aventura… todo ello fue causa de una vigilia inolvidable.

6

La hiel de los terneros que macula los blancos tendones palpitantes del alba.

7

Un hidroavión de juguete tallado en blanda y pálida madera sin peso, baja por el ancho río de corriente tranquila, barrosa. Ni se mece siquiera, conservando esa gracia blanca y sólida que adquieren los aviones al llegar a las grandes selvas tropicales. Qué vasto silencio impone su terso navegar sin estela. Va sin miedo a morir entre la marejada rencorosa de un océano de aguas frías y violentas.

8

Me refiero a los ataúdes, a su penetrante aroma de pino verde trabajado con prisa, a su carga de esencias en blanda y lechosa descomposición, a los estampidos de la madera fresca que sorprenden la noche de las bóvedas como disparos de cazador ebrio.

9

Cuando el trapiche se detiene y queda únicamente el espeso borboteo de la miel en los fondos, un grillo lanza su chillido desde los pozuelos de agrio guarapo espumoso. Así termina la pesadilla de una siesta sofocante, herida de extraños y urgentes deseos despertados por el calor que rebota sobre el dombo verde y brillante de los cafetales.

10

Afuera, al vasto mar lo mece el vuelo de un pájaro dormido en la hueca inmensidad del aire. Un ave de alas recortadas y seguras, oscuras y augurales, el pico cerrado y firme, cuenta los años que vienen como una gris marea pegajosa y violenta.

11

Por encima de la roja nube que se cierne sobre la ciudad nocturna, por encima del afanoso ruido de quienes buscan su lecho, pasa un pueblo de bestias libres en vuelo silencioso y fácil. En sus rosadas gargantas reposa el grito definitivo y certero. El silencio ciego de los que descansan sube hasta tan alto.

12

Hay que sorprender la reposada energía de los grandes ríos de aguas pardas que reparten su elemento en las cenagosas extensiones de la selva, en donde se crían los peces más voraces y las más blandas y mansas serpientes. Allí se desnuda un pueblo de altas hembras de espalda sedosa y dientes separados y firmes con los cuales muerden la dura roca del día.

Nocturno
La fiebre atrae el canto de un pájaro andrógino
y abre caminos a un placer insaciable
que se ramifica y cruza el cuerpo de la tierra.
¡Oh el infructuoso navegar alrededor de las islas
donde las mujeres ofrecen al viajero
la fresca balanza de sus senos
y una extensión de terror en las caderas!
La piel pálida y tersa del día
cae como la cáscara de un fruto infame.
La fiebre atrae el canto de los resumideros
donde el agua atropella los desperdicios.
Los trabajos perdidos

Por un oscuro túnel en donde se mezclan ciudades, olores, tapetes, iras y ríos, crece la planta del poema. Una seca y amarilla hoja prensada en las páginas de un libro olvidado es el vano fruto que se ofrece.

La poesía sustituye,
la palabra sustituye,
el hombre sustituye,
los vientos y las aguas sustituyen…
la derrota se repite a través de los tiempos
	¡ay, sin remedio!

Si matar los leones y alimentar las cebras, perseguir a los indios y acariciar mujeres en mugrientos solares, olvidar las comidas y dormir sobre las piedras… es la poesía, entonces ya está hecho el milagro y sobran palabras.

…Pero si acaso el poema viene de otras regiones, si su música predica la evidencia de futuras miserias, entonces los dioses hacen el poema. No hay hombres para esta faena.

Pasar el desierto cantando con la arena triturada en los dientes y las uñas con sangre de monarcas, es el destino de los mejores, de los puros en el sueño y la vigilia.

Los días partidos por el pálido cuchillo de las horas, los días delgados como el manantial que brota de las minas, los días del poema… Cuánta vana y frágil materia preparan para la noche que cobija una lluvia sobre el cinc de los trópicos. Hierbas del dolor.

Todo aquí muere lentamente, evidentemente, sin vergüenza: hasta los rieles del tren se entregan al óxido y marcan la tierra con infinita ira paralela y dorada.

La gracia de una danza que rigen escondidos instrumentos. La voz perdida en las pisadas, las pisadas perdidas en el polvo, el polvo perdido en la vasta noche de cálidas extensiones… o solamente las gracias de la fresca madrugada que todo lo olvida. El puente del alba con sus dientes y sombras de agria leche.

Poesía: moneda inútil que paga pecados ajenos con falsa intenciones de dar a los hombres la esperanza. Comercio milenario de los prostíbulos.

Esperar el tiempo del poema es matar el deseo, aniquilar las ansias, entregarse a la estéril angustia… y además las palabras nos cubren de tal modo que no podemos ver lo mejor de la batalla cuando la bandera florece en los sangrientos muñones del príncipe.

¡Eternizad ese instante!

El metal blando y certero que equilibra los pechos de incógnitas mujeres
es el poema

El amargo nudo que ahoga a los ladrones de ganado cuando se acerca el alba
es el poema

El tibio y dulce hedor que inaugura los muertos
es el poema

La duda entre las palabras vulgares para decir pasiones innombrables y esconder la vergüenza
es el poema

El cadáver hinchado y gris del sapo lapidado por los escolares
es el poema

La caspa luminosa de los chacales
es el poema

De nada vale que el poeta lo diga… el poema está hecho desde siempre. Viento solitario. Garra disecada y quebradiza de un ave poderosa y tranquila, vieja en edad y valerosa en su trance.

Los trabajos perdidos (1965)

Batallas hubo

I
Casi al amanecer, el mar morado,
llanto de las adormideras, roca viva,
pasto a las luces del alba,
triste sábana que recoge entre asombros
la mugre del mundo.
Casi al amanecer, en playas de pizarra
 y agudos caracoles y cortantes corolas,
batallas hubo, grandes guerras mudas
dejaron sin huellas.
Se trataba, por fin,
del amor y sus hirientes hojas,
nada nuevo.
Batallas hubo a orillas del mar
que rebota ciego y desordenado,
como un reptil preso en los cristales del alba.
Cenizas del amor en los altares del mundo,
nada nuevo.
II
De nada vale esforzarse en tan viejas hazañas,
ni alzar el gozo hasta las más altas cimas de la ola,
ni vigilar los signos que anuncian la muda invasión
nocturna y sideral que reina sobre las extensiones.
De nada vale.
Todo torna a su sitio usado y pobre
y un silencio juicioso se extiende, polvoso y denso,
sobre cada cosa, sobre cada impulso
que viene a morir contra la cerrada coraza de los días.
Las tempestades vencidas, los agitados viajes,
sólo al olvido acuden, en su hastiado dominio
se precipitan y preparan nuevas incursiones
contra la vieja piel del hombre
que espera su fin
como pastor de piedra ingenua y aguas ciegas.
III
Y hay también el tiempo que rueda interminable,
persistente, usando y cambiando,
como piedra que cae o carreta que se desboca.
El tiempo, muchacha, que te esconde en su pecho
con tus manos seguras y tu melena de legionaria
y algo de tu piel que permanece;
el tiempo, en fin, con sus armas ocultas.
Nada nuevo.

Caravansary (1981)

Caravansary

I

Están mascando hojas de betel y escupen en el suelo con la monótona regularidad de una función orgánica. Manchas de un líquido ocre se van haciendo alrededor de los pies nervudos, recios, como raíces que han resistido el monzón. Todas las estrellas allá arriba, en la clara noche bengalí, trazan su lenta trayectoria inmutable. El tiempo es como una suave materia detenida en medio del diálogo. Se habla de navegaciones, de azares en los puertos clandestinos, de cargamentos preciosos, de muertes infames y de grandes hambrunas. Lo de siempre. En el dialecto del Distrito de Birbhum, al oeste de Bengala, se ventilan los modestos negocios de los hombres, un sórdido rosario de astucias, mezquinas ambiciones, cansada lujuria, miedos milenarios. Lo de siempre, frente al mar en silencio, manso como una leche vegetal, bajo las estrellas incontables. Las manchas de betel en el piso de tierra lustrosa de grasas y materias inmemoriales van desapareciendo en la anónima huella de los hombres. Navegantes, comerciantes a sus horas, sanguinarios, soñadores y tranquilos.

4

Soy el capitán del 3° de Lanceros de la Guardia Imperial, al mando del coronel Tadeuz Lonczynski. Voy a morir a consecuencia de las heridas que recibí en una emboscada de los desertores del Cuerpo de Zapadores de Hesse. Chapoteo en mi propia sangre cada vez que trato de volverme buscando el imposible alivio al dolor de mis huesos destrozados por la metralla. Antes de que el vidrio azul de la agonía invada mis arterias y confunda mis palabras, quiero confesar aquí mi amor por la condesa Krystina Krasinska, mi hermana. Que Dios me perdone las arduas vigilias de fiebre y deseo que pasé por ella durante nuestro último verano en la casa de campo de nuestros padres en Katowicze. En todo instante he sabido guardar silencio. Ojalá se me tenga en cuenta en breve, cuando comparezca ante la Presencia Ineluctable. ¡Y pensar que ella rezará por mi alma al lado de su esposo y de sus hijos!

5

Mi labor consiste en limpiar cuidadosamente las lámparas de hojalata con las cuales los señores del lugar sale de noche a cazar el zorro de los cafetales. Lo deslumbran al enfrentarle súbitamente estos complejos artefactos, hediondos a petróleo y a hollín, que se oscurecen en seguida por obra de la llama que, en un instante, enceguece los amarillos ojos de la bestia. Nunca he oído quejarse a estos animales. Mueren siempre presas del atónito espanto que les causa esta luz inesperada y gratuita. Miran por última vez a sus verdugos como quien se encuentra con los dioses al doblar una esquina. Mi tarea, mi destino, es mantener siempre brillante y listo este grotesco latón para su nocturna y breve función venatoria. ¡Y yo que soñaba ser algún día laborioso viajero por tierras de fiebre y aventura!

10

Hay un oficio que debiera prepararnos para las más sordas batallas, para los más sutiles desengaños. Pero es un oficio de mujeres y les será vedado siempre a los hombres. Consiste en lavar las estatuas de quienes amaron sin medida ni remedio y dejar enterrada a sus pies una ofrenda que, con el tiempo, habrá carcomido los mármoles y oxidado los más recios metales. Pero sucede que también este oficio despareció hace ya tanto tiempo, que nadie sabe a ciencia cierta cuál es el orden que debe seguirse en la ceremonia.

Cinco imágenes

I

El otoño es la estación preferida de los conversos. Detrás del cobrizo manto de las hojas, bajo el oro que comienzan a taladrar invisibles gusanos, mensajeros del invierno y el olvido, es más fácil sobrevivir a las nuevas obligaciones que agobian a los recién llegados a una fresca teología. Hay que desconfiar de la serenidad con que estas hojas esperan su inevitable caída, su vocación de polvo y nada. Ellas pueden permanecer aún unos instantes para testimoniar la inconmovible condición del tiempo: la derrota final de los más altos destinos de verdura y sazón.

2

Hay objetos que no viajan nunca. Permanecen así, inmunes al olvido y a las más arduas labores que imponen el uso y el tiempo. Se detienen en una eternidad hecha de instantes paralelos que entretejen la nada y la costumbre. Esta condición singular los coloca al margen de la marea y la fiebre de la vida. No los visita la duda ni el espanto y la vegetación que los vigila es apenas una tenue huella de su vana duración.

5

En el fondo del mar se cumplen lentas ceremonias presididas por la quietud de las materias que la tierra relegó hace millones de años al opalino olvido de las profundidades. La coraza calcárea conoció un día el sol y los densos alcoholes del alba. Por eso reina en su quietud con la certeza de los nomeolvides. Florece en gestos desmayados el despertar de las medusas. Como si la vida inaugurara el nuevo rostro de la tierra.

Virgilio Piñera

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