La proporción poética de Pedro Salinas
♌ Eduardo Yael
27 de noviembre de 2021
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Pedro Salinas (27 de noviembre de 1891 – 4 de diciembre de 1951)
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Rara vez las matemáticas se ven cumplidas en la literatura; las señas de las proporciones aparecen más en el arte figurativo o en el análisis del lenguaje; la aparente oposición entre ambas áreas difumina cualquier puente de comunicación. Desde varios cuadrantes provienen las fronteras impuestas cuando se intenta hablar de literatura y matemáticas; la razones de estos posicionamientos no conforman la exploración de este pasaje, aunque cabría anotar que la poesía tiene métrica (puede medirse y debe cumplir ciertas reglas), y las palabras son, en su forma escrita, semejante a los números: materia con un valor fijo. Nos reúne la figura de Pedro Salinas, escritor español y contemporáneo de nosotros sin importar que su natalicio rebasa el siglo, pues hoy se cumplen 130 años.
Pedro Salinas Serrano pertenece a esa cofradía mítica e inagotable que fue la Generación del 27. Coetáneo y, más importante, amigo cercano de nombres cuyo eco hace resonar las páginas de mi librero: Federico García Lorca, Emilio Prados, Gerardo Diego, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Juan Larrea, y Vicente Aleixandre; entre ellos, Pedro Salinas es catalogado como el poeta del amor de este grupo. El amor, claramente, es uno de los tópicos que entusiasmó la vida del poeta; cabe mencionar que también otros representantes señalaron y no claudicaron su pluma ante el desfachado y penumbroso amor. La crítica fácil intenta crear categorías gratuitas al momento de clasificar a un poeta y colocar su obra en una antesala; ese es el museo de la academia con un visor reducido que aleja a los lectores: ¿quién desearía asomarse a la poesía de Pedro Salinas si nos dicen que es un meloso? El negro amor podría ser uno de sus cantos pero un poeta vive y el nuestro fue ser natural por cerca de 60 años: en un tiempo cerrado, el estilo de cada autor es suceptible al cambio: Octavio Paz no es el mismo ser blanquecino que enmudeció bajo su Luna silvestre; Jaime Sabines cuenta distinto el tiempo en Horal que en sus últimos poemas; cada obra es una analogía de los días que vivimos, ninguno es igual pero todos tienen las mismas 24 horas para vivir enésimas sensaciones. La literatura también es un espacio abierto dentro de universos cerrados. Por ello, Pedro Salinas no sólo es el poeta del amor de la Generación del 27. Cultivó, su obra lo muestra, una poesía pura que le hermanó en estilo junto a otros poetas de su generación. Pero también están los versos cifrados de Salinas, los encubrimientos del vacío existencial a través del simbolismo, la expresión de la vida como una tragedia de intercambio. No, nos quedemos ante la facilidad con la que nos venden a ciertos autores; si seguimos esa ruta, siempre encontraremos que tal representante es únicamente simbolista, místico, clásico, laberíntico o, el peor de todos y que mejor vende: el poeta maldito. Pedro Salinas nos recuerda lo anterior:
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.Salinas, Pedro. "Vocacion", Seguro azar.
Así que lector, a ti te quiero igual: retorcida de reflejos, mía como promesa erótica cuando tus hombros me nombran, con tu cara borrada en el vaso de mezcal que no previene su incendio con tu inocencia. Quítate ya los trajes, la vida no sólo está en otra parte. Te quiero puta, libre, irreductible: tú.
Otra de las señas y, es la razón de este texto, son las relaciones de la obra de Pedro Salinas con el universo matemático. ¿Qué es un número o una operación según las matemáticas? No hay respuestas fáciles y la mayoría sobrepone a la abstracción como rudimento mágico de nuestra especie: en nuestro frío contexto, los números tienen la verdad. Pero en principio, el concepto de los números viene desde el mundo de las proporciones: a través de lo otro, aprendemos a contar. Si Pedro Salinas, Manuel Altolaguirre, Rafael Alberti, Juan Larrea y Vicente Aleixandre se armaron livianos con la poesía pura, este recurso preceptivo no es menor. Los versos cortos son formas paralelas de las abstracción y la síntesis, con sus recursos expresan la sustancia del poema y plantean la existencia de un dominio delimitado mediante cifras infinitesimales, espacio donde se pueden recorrer infinitas lecturas. No por tratarse de un espacio reducido, el poema pierde dimensión; en su centro, las figuras retóricas pueden no tener la misma elasticidad pero mantienen su compromiso: la labor poética depende de la abstracción para sintetizar el numen; dicho de otra forma, el texto debe reflejar la forma de las esencias con las que trabaja. Esta búsqueda por sintetizar algo que rebasa una sensación, de correlacionar dos o más sucesos para formar un conjunto delimitado es la relación que podría hacer coincidir los procesos cognitivos entre las ciencias duras y las artes. En matemáticas, una expresión es bella cuando ha alcanzado a expresar un argumento con el menor número de elementos, sus factores no pueden ser reducidos y ese enunciado es completo. Algunos teoremas, ecuaciones, algoritmos, variables o números irracionales son elegantes porque resguardan un significado importante en un mínimo razonable. Casos como Phi (φ), Pi(π), el teorema de Pitágoras o la identidad de Euler son ejemplos y definiciones estéticas. Al visitar algunos poemas de los representantes de la Generación del 27, la experimentación con la poesía pura parece un ejercicio análogo; probablemente no fue una decisión consciente pero subsiste la idea de formar versos que resguardan mayor complejidad de la que aparentan; de esta forma, Rafael Alberti evoca al número Phi en uno de los versos del poema “A la Divina proporción”: Luces por alas un compás ardiente. Lo anterior, también trasluce en la obra de Pedro Salinas. Este encuentro no sólo se halla en sus poemas, existen guiños desde el título de sus poemarios: Seguro azar y Razón de amor, pequeños acercamientos a diversos conceptos matemáticos. A partir de aquí, las claves de cada poema se abren distintas para cada lector. Hoy, en el aniversario de Pedro Salinas, yo vuelvo a encontrar al poeta que no sólo se distiende bajo el imperio del amor; las formas con las que canta, habla y susurra en sus poemas articulan las sensaciones de vacío y las condensa bajo un orden específico, una proporción poética. Por ejemplo, en el poema “Vocación”, Pedro Salinas parece despertar alegre ese día y escribe: Secretas medidas rigen / gracias sueltas, abandonos / fingidos, la nube aquella. Y en otro poema, nos invita al derroche y al exceso: Hay que cansar los números. / Que cuenten sin parar, / que se embriaguen contando, [...] ¡qué vivir sin final! El poema con el que puedo ver a Pedro Salinas, escucharlo en la niebla y donde se advierte esa resistencia inútil a ser representado bajo el número de un folio es con su poema “Error de cálculo”:
Error de Cálculo
¡Qué solos, sí, qué púdicamente solos estábamos allí, en el fondo del vacío que muchos seres juntos crean siempre, en el salón del bar de moda adonde entramos a hablar de nuestras almas, rehuyendo con gran delicadeza la tramoya usual —lagos, playas, crepúsculos— que los amantes nuevos buscan! ¡Qué solos, y qué cerca, entre la gente! Perfecta intimidad, exenta de romanzas, de cisnes e ilusiones, sin más paisaje al fondo que el arco iris de las botellas de licores y la lluvia menuda de frases ingeniosas —salida de teatro— con que corbatas blancas y descotes, de once a doce, asesinan despacio un día más. Distantes, un poco distantes, entre nosotros la circunferencia de la mesa se interpone, cual símbolo del mundo a cuyos dos lados estamos fatalmente apartados, y por eso, viviendo el amor que hay más fuerte sobre la tierra: un gran amor de antípodas. Por mutuo acuerdo para no tropezar en rimas fáciles, apartamos los ojos de los ojos: tú mirando tu taza, y a su abismo —producto de Brasil, y sin azúcar—, como a un futuro que es imposible ver más claro por ahora, y que quizá te quite el sueño; yo, a mi vaso en donde las burbujas transparentes, redondas, de la soda me ofrecen grandes cantidades de esperanzas en miniatura, que absorbo a tragos lentos. Y hablar, hablar así en esa perfecta forma de unión en que la simulada indiferencia acerca más que abrazo o beso, de nuestra vida y de su gran proyecto en el vacío —estepas, mar, eternidad provenir sin confines ni señales— como quien planea un viaje por una tierra ya toda explorada, con horarios de trenes y mapas a la vista, procurando llenar día tras noche con nombres de ciudades y de hoteles. Hablar de nuestras almas, de su gran agonía, como se habla de un negocio, con las inteligencias afiladas, huyendo de la selva virgen donde vivimos en busca de ese sólido asfalto de los cálculos, de las cifras exactas, inventores de una aritmética de almas que nos salve de todo error futuro: enamorarnos de otra nube, sembrar en el desierto, o acostarse en la verde pradera sonriente de alguna muerte prematura. Cualquiera de esos riesgos que podría arruinarnos, como arruina una tarde o una carta a cinco años si no se la prevé y se suprime con un eclipse o dejándola cerrada. Tú decías, mirando en el vacío, muy despacio: "Sí, sí, si calculamos que mi alma puede resistir un peso de treinta días cada mes, o al menos de siete días por semana, entonces...". (Los camareros cruzan, tan vestidos de blanco sobre el piso brillante y azulado que sin querer me acuerdo del lago y de los cisnes de que huimos.) Y te escucho los cálculos con dedos impacientes por un lápiz con que apuntarme sobre el corazón en el terso blancor de la pechera o en un papel casual, si no, las cifras esas cuya suma si es que contamos bien tiene que ser la eternidad, o poco menos. Seguimos sin mirarnos. Miro al techo. Y quebrando de pronto nuestro pacto, por orden superior, siento que si no hay pronto un cielo en que amanezca no cumpliré más años en tu vida. ¡Un cielo, un cielo, un cielo! Sólo en un cielo puedo escribir el balance de tu amor junto al mío: las demás superficies no me sirven. Y el camarero —tú, que se lo mandas— enciende allí en el techo una alba eléctrica donde caben las cuentas enteras del destino. Yo digo: "No sería mejor...". Otro proyecto, sus suspiros o ceros, se inicia por el aire tan semejante a las volutas débiles del humo del cigarro tuyo que ya no sé si es que lo invento yo o que tú lo expiras. Otra vez me extravío: (De una mesa de al lado se levanta una pareja; son Venus y Apolo con disfraz de Abelardo y Eloísa, y para más disimular vestidos al modo de París. Se van hablando de vos como en los dramas. Pasan junto a un espejo y en el mundo se ven dos más, dos más, dos más. De pronto se me figura, todo alucinado, que podríamos ser una pareja tú y yo, si tú y yo... Voy recordando igual que el que anticipa lo que quiere, que allá, en el paraíso, hubo otros dos, primero, que empezamos separados o juntos, tú y yo, todos por ser una pareja, y este insólito descubrimiento me hace agachar la cabeza porque siento que voy a darme con el techo antiguo: con nuestros padres.) Tú, a mi lado, me llamas. Vuelvo al cálculo: "Decía que si en vez de esperarme en la estación o en la esquina de la Sexta Avenida, me esperases dentro de alguna concha o del olvido, podríamos ir juntos a la bolsa en donde los fantasmas azulados de los días futuros, los acaparadores de las dichas, cotizan los destinos, y jugar, comprando las acciones más seguras. Si juntamos tú y yo los capitales que hemos atesorado a fuerza de sumandos extrañísimos: sortijas, discos, lágrimas y sellos, podríamos tener entre los dos, sin reservarnos nada para nuestra vejez, dándolo todo...". Hay una pausa. Ninguno de los dos nos atrevemos a aventurar la cifra deseada ni el sí que comprometa. Un mundo tiembla de inminencia en el fondo de las almas, como temblaba el mar frente a Balboa la víspera de verlo. Nos miramos, por fin. Un ángel entra por la puerta rotatoria todo enredado con sus propias alas, y rompiéndose plumas, torpemente. Ángel de anunciación. Lo incalculable se nos posa en las frentes y nosotros lo recibimos, mano en mano, de rodillas. No hay nada más que hablar. Está ya todo tan decidido cual la flecha cuando empieza. Subimos la escalera: ella nos dice, con gran asombro nuestro, que todo eso pasó en un subterráneo, como las religiones que se inician. Afuera hay una calle igual que antes, y unos taxis que aguardan a sus cuerpos. Y pagando su óbolo a Caronte entramos en la barca que surca la laguna de la noche sin prisa. Al otro lado una alcoba, en la costa de la muerte, nos abrirá el gran hueco donde todos los cálculos se abisman.