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Fabio Morábito

Oficio de temblor

❍ Fabio Morábito
19 de septiembre, 2021
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Fabio Morábito (Alejandría, 21 de febrero de 1955)

El temblor no llegó con su intenso cortejo de cristales ni su amplia funda de razones. Apenas se insinuó de casa en casa, sedoso y delicado, palpando las esquinas y las puertas. Los que dormían en los últimos pisos del edificio oyeron los golpes espaciados con que tanteaba la solidez de la construcción, un tenue ¡pum! ¡pum! ¡pum! que la mayoría confundió con los latidos de sus pechos. Era como el primer ruido del mundo, no manchado por ninguna impureza.

El temblor trabajaba asiduamente por todo el edificio, recorría las estructuras evaluando los techos y los pilares, bosquejando planes, trazando rutas por seguir.

No satisfecho, penetraba por la nariz hasta el corazón de los habitantes y estudiaba el metabolismo y el grado de resistencia de cada organismo, localizando los puntos débiles y las capas más blandas, siempre en busca de la lisura que agrietar, de la suavidad que desfondar.

Después, durante mucho tiempo, casi siempre de diez a quince años, ya en el subsuelo, se dedicaba a la elaboración de rutas. Una labor infame, hecha de precauciones milimétricas e infinitos ensayos para no ver obstruido el camino a la hora decisiva. Y luego lo más difícil, el punto en que muchos temblores desistían después de una vida entera de paciente almacenamiento de información: conciliar los datos del subsuelo con los de la superficie; construir una verdad íntegra y real. Porque de nada sirve hacer que la tierra tiemble (algo que puede lograr el temblor más desvalido con una simple torsión del dorso) si no se apaga una cierta cantidad de corazones allá arriba, si no se encienden otros hasta el desquicio y no se provocan conversiones, torceduras y parálisis.

De manera que era necesario volver a los datos del principio, cotejarlos uno por uno con las verdades y las veredas del subsuelo, corregir rutas y graduar intensidades de penetración, sacrificando a veces un cuantioso botín (por ejemplo una iglesia llena a reventar un domingo a mediodía), y elegir blancos, seleccionar tiempos de duración, prever atajos, establecer objetivos prioritarios y respetarlos. Ante todo, pues, un trabajo exhaustivo y pulcro, quirúrgico, no exento de elegancia. Y especialmente eso: quemar de manera extensiva el propio fuego, crear de una sola pincelada una obra, no un incidente. Porque pocos temblores tenían una segunda oportunidad, y si la tenían, las fuerzas derrochadas en el primer intento eran irrecuperables.

¡Pum! ¡pum! ¡pum!, se oía a ratos en la azotea, a ratos en el propio corazón. De seguro el temblor estaba inspeccionando la solidez de los muros, sopesando las cuarteaduras más convenientes y adentrándose en los cuerpos de los inquilinos, fino como una aguja, para recorrer los caminos de su sangre, estableciendo también ahí el lugar de futuras erosiones. Un sólo día de asueto y se derrumbaban anchas zonas de su saber que lo obligaban a reelaborar trayectos completos, renunciando para siempre a intensidades largamente acariciadas en sus agendas.

A veces, para no perder terreno frente a grumos o concentraciones de materia muy compactos, algunos se inmovilizaban debajo de la tierra en espera de un cambio favorable en la disposición de subsuelo. Había que verlos. Los inquilinos más sensibles detectaban su presencia bajo el edificio, y decían:

—Hay un terremoto de paso.
   Está esperando que se abra una falla.

Se abría el pavimento de la calle con picos, para ver el temblor. Por lo general, a los diez o quince metros de profundidad aparecía su lomo oscuro, vagamente escamoso y húmedo, de dimensiones incalculables, perfectamente rígido. Se lo observaba ansiosamente esperando que alguna escama se moviera un poco.

Durante el tiempo de su estancia bajo el edificio los inquilinos tomaban medidas higiénicas como hervir el agua antes de beberla, bañarse dos veces al día y abstenerse de relaciones íntimas. Una mañana despertaban con una vaga ligereza en los miembros, se asomaban a la fosa y comprobaban que el temblor se había esfumado.

Había también, viajando a la deriva sin propósito ni memoria, temblores perdidos y locos, esquirlas de temblores más grandes, gajos sueltos de alguna antigua conflagración subterránea. Y no faltaban los temblores perfectos, tan implacables en su precisión, en su manejo de los materiales, en su exacta graduación de las sacudidas. Verdaderas joyas del quehacer sísmico.

Y había, aunque rarísimos, los temblores santos (uno cada milenio, aproximadamente), que no tomaban ningún tipo de precaución, no estudiaban el terreno, no trazaba rutas previas ni tomaban notas. Un instante de intuición suprema los sacaba del magma en que se hallaban dormidos y les regalaba la ruta plena, fácil y gloriosa que todos buscaban. Sólo un temblor de esa especie podrá acabar con la Tierra (de hecho acabará con ella), y sólo a un temblor así le será dado ver algún día de un solo golpe todos los caminos del subsuelo y todas las galerías, las grietas y las nervaduras más ínfimas, y abrazar todo lo abrazable, y quemar todos los misterios que aún nos oprimen.


“Oficio de temblor” es un cuento que pertenece a la Lenta Furia de Fabio Morábito.

Morábito, Fabio. “Oficio de temblor”, La lenta furia. Tusquets Editores, México, 2002.

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