Palíndromo
Sor Juana Inés de la Cruz

Bajo la carta piramidal de El Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz

♌ Eduardo Yael
12 de noviembre de 2021

Prólogo de “El Sueño” de Sor Juana Inés de la Cruz

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Si la imagen resonante del universo se encuentra en las cifras literarias que han marcado la ruta de su apabullante asterismo, los versos y las meditaciones narrativas resguardan asonancias que sólo pueden ser escuchadas en la ciega entrega hacia la palabra. Sin embargo, nuestra época no es de totalidades ni de eternidades, abundan las tonalidades que se expresan rápidas hacia la disonancia o al eco común. Vivimos en el tiempo de las menciones en redes sociales, las interacciones con la materia viral y las lecturas mediadas por las tendencias: la totalidad, entonces, se abre bajo nuestros dedos cuando conjuran su falso hechizo y deslizan la realidad hacia la pluralidad digital. Pero ningún material viral podrá reflejar con certeza las sendas de lo absoluto: lo viral depende del entorno, de otro organismo para asegurar su reproducción; en esto, los contenidos de redes sociales jamás llegarán al resonante diálogo que ofrece una obra literaria: con pocos pero doctos libros juntos / vivo en conversación con los difuntos, aseguraba Francisco de Quevedo “Desde la Torre”. Tampoco es que busquemos lo absoluto, la disociación ha aprovechado para hablar de una realidad expresada en datos, tendencias, alcances o transmisiones en vivo que ejemplifican cómo se tiene que experimentar lo digital: toda esta congestión nos regresa una mirada donde el desarraigo no es caos, se trata de la celeridad de nuestra figura incompleta que no alcanza a describir su raíz humana: inmaduros de lengua, carecemos la posibilidad de pronunciar. No siempre nuestra época fue la más real. En otras, el encuentro con los absolutos se sabía vedada para nuestra especie pero su exploración conjugó alegorías y mitos para señalar lo ininteligible; lo simbólico fue sustancial para alcanzar el velo que resguardan los objetos. Llega así nuestro símbolo, la noche. Nuestra noche esdrújula donde no hay mapas y nuestra dirección se ve entorpecida porque nuestros sentidos admiten sus carencias. Recordemos el primer canto de “La comedia”: la figura de Dante es definida por el desconocimiento, la selva oscura se abisma hacia toda dirección; hasta que Dante arremete en contra de otra presencia da cuenta de sí mismo:

Cuando lo divisé en el vasto páramo
Miserere de mí, —le grité yo—
ya seas sombra u hombre verdadero.”

Aliguieri, Dante. "Primer canto del Infierno”, Divina Comedia. Cátedra, España, 2017, p. 86.

La voz de Dante contra él mismo y la aparición de Virgilio le brindan el reflejo anhelado: un resquicio de luz para mirar en el otro su propio rostro. Aquí el conflicto ya no estriba en el sueño como él supuso en los primeros versos: Ya no recuerdo bien cómo entré allí, pues sueño tal tenía en el instante / de abandonar la senda verdadera. La palabra, el diálogo con los muertos, le abre otra posibilidad a nuestro angustiado Dante hacia la elusiva senda verdadera. Claro que la alegoría es un punto de referencia y su herencia medieval está encaminada hacia la dualidad, pero el texto de Dante no es menor. “La Comedia” comienza en las sombras, el purgatorio lo describe con ese lenguaje mítico: una selva oscura que culminará bajo la epifanía de lo ininteligible: Aquí a la honda visión las fuerzas faltan; / mas ya mi voluntad y mi deseo / giraban como ruedas que movía / el mismo amor que mueve sol y estrellas. No perdamos la descripción que nos ha obsequiado la tribulación del florentino, su universo une tres posiciones: Infierno, Purgatorio y Paraíso; en ellos, las diversas estructuras se articulan a través de figuras concéntricas; un universo que gira bajo el mismo influjo del amor que mueve sol y estrellas. La idea es cíclica: el viaje que Dante inició bajo la penumbra volverá a suceder mañana y el amanecer le ofrecerá la rendición. Día y noche se mezclan bajo un transcurso sin denominaciones, etéreo. Jorge Luis Borges mencionó en una noche que el verso verdadero es aquél que nos provoca la lectura en voz alta: El verso exige la pronunciación. El verso recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto. Asistimos, entonces, hacia la noche para ofrendar los siguientes versos:

Piramidal, funesta, de la tierra
nacida sombra, al Cielo encaminaba 
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las Estrellas;
si bien sus luces bellas
—exentas siempre, siempre rutilantes—
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimaba
la pavorosa sombra fugitiva
burlaban tan distantes,

Lamento confesar que no soy Virgilio: me separan más de mil años con sus respectivas lecturas y conversaciones que mantuvo en el Limbo; por ello, no puedo descifrar las claves que le deparan al lector esos primeros versos con los que inicia “El Sueño” de Sor Juana Inés de la Cruz. Si cada verso verdadero reclama la lectura en voz alta, cada lectura tendrá una tesitura distinta.

No olvidemos el título, no olvidemos que se trata de un sueño y el mundo onírico tiene su tradición bien delimitada en el despertar de la humanidad. Las claves de los sueños pueden ser develadas a través de los símbolos que les sujetan: nuestro propios sueños no tienen una interpretación única pero intuímos las voces que nos hablan, así como los motivos y las texturas con las que fueron tejidas sus imágenes. Sor Juana Inés de la Cruz tuvo este primer sueño bajo las derivas de sus propias quimeras, un sueño textual que no tiene una interpretación unívoca, un sueño que tiene su pórtico de entrada en la noche sosegada (el conticinio casi ya pasando), culminando con la alborada. Su sueño sí es distinto al nuestro, a nuestro modo de soñar: el sueño de imagen barroca es diverso al sueño posmoderno. Habría que preguntarnos cuál fue nuestro sueño más reciente para saber que no habitamos laberintos, selvas oscuras, mandorlas o esferas coronando pirámides, faros poliformes, pleamar de águilas, lechuzas o leones; tampoco soñamos con poetas que nos guían o nos consuelan cuando les confesamos lo mísero de nuestra existencia. Incluso nosotros partimos la noche en dos partes que no quedan del todo claras: la noche y la madrugada.

Recordar que el imperio de la noche fue delimitado según sus propios gobernantes y el universo de San Isidoro es distinto al de Petrarca y el de Alfonso de Palencia es distinto al de Dante. ¿Cómo distinguir el conticinio del antelucano si carecemos de una tradición para arder o pronunciar esas palabras bajo la luna? “El Sueño” de Sor Juana es un poema monumental que se compone de diversos registros donde se refleja la culminación del estilo barroco. No olvidemos que la obra de Sor Juana Inés de la Cruz se compone de figuras retóricas de complejidad y cifrado enigma: laberintos endecasílabos, anagramas permutativos, hipérboles satíricas y demás metaplasmos que son difíciles de seguir pero no imposibles al recuperar su evocación lúdica, reflexiva y literaria, seguir sus palabras nos llevarán hacia su obra dinámica, artefacto literario que rara vez vuelve a definir la misma imagen que articula. Rescatemos que el estilo barroco no evita sortear la dificultad poética, el numen siempre será transparente bajo un laborioso juego de espejos con el lenguaje; la metáfora es visor de lo expresado pero siempre será curva: sin delinear el camino al que se dirige. Sor Juana representa lo anterior, ataviada con varias capas, sus prendas conforman un hábito bajo el seguimiento de una orden monacal que prescribe el silencio y la mesura como heráldica; ella misma es un emblema junto al Medallón de carey de la Anunciación que carga bajo su mentón. Ella misma es el emblema monumental: última figura que cierra los Siglos de Oro de la lengua española. Sin embargo, en este poema podemos adelantar cómo se deshace de las cadenas del cuerpo para liberar su alma bajo el velo imperioso del sueño:

El sueño todo, en fin, lo poseía;
todo, en fin, el silencio lo ocupaba:
aún el ladrón dormía;
aún el amante no se desvelaba.

En este poema, parece que ella se ha deshecho de sus ropajes: no le importa el hábito ni su colosal figura, descansa en sus aposentos a lado de sus libros y librada hacia la contemplación, sigue las llamas que su alma mira y al mirar, refleja ese espejo en su mar poético (jamás dice esto en el texto pero es una forma para marcar dónde estamos: en la intimidad e interiores de su mente). Pues dentro del poema se libra una exquisita descripción velada, velada aunque visible; visible pero emblemática, cifrada tras imágenes cuya ornamentada y urdida composición nos brinda su caricia y tersura textual. Por ejemplo, antes de encontrarse dormida se describe la anatomía interior; no el cuerpo prohibido al abrir sus sacrílegos secretos eclesiásticos con bisturí, sino el cuerpo como reflejo de sus funciones: los ojos son monte senos escondidos, cóncavos de peñascos mal formados / [...] cuya mansión sombría / ser puede noche en la mitad del día, es decir, son ojos que pueden parpadear. Con lo anterior, existe otro sentido, una ruta geométrica que va acorde al punto más alto dónde el alma se mirará en su transcurso por este laberinto dimensional de bellas incursiones. Otra interpretación, acorde con lo anterior, podría marcar que El viento sosegado, el can dormido / éste yace, aquél quedo; podría tratarse de la respiración de nariz y boca capaces de provocar algún sacrílego ruido. Sea la interpretación o tesitura que sea, entrar al sueño en la noche con la voz alta, confesar en su bosque de signos nuestras carencias al decir: Miserere de mí. Entrar en la noche plena para leer versos tiene una afinidad destacable: la palabra dicha no es prescrita al silencio, resiste para alcanzar cualquier cuerpo definido en la planicie absurda de la oscuridad; la palabra dicha en soledad tiene sus propios alcances, la voz de quien habla en la noche destella sobre el seco aliento de la niebla; tal como se mueven los halos o los rayos lumínicos al chocar contra el cuerpo más próximo. Entrar de esta forma hacia “El Sueño” asegura el placer del texto en comparación a obligar que las cifras del poema confiesen el sentido académico de una interpretación positiva y estática.

¿De dónde viene la noche? Podríamos preguntar cuando somos pequeños y dejamos la mirada terminada en el sueño. Sabemos de la deriva de la noche pues su palacio hace su aparición cada doce horas, sabemos su corona en la luna y las veces que el sueño redime nuestro espíritu. Si pensamos que el espacio de la noche tiene su extensión en coordenadas precisas; éstas marcarían cuatro puntos y formarían un rectángulo imaginado, si en su centro colocamos a la luna con líneas hacia esos cuatro puntos, obtendremos una pirámide. Aunque esta no es la pirámide de “El Sueño” de Sor Juana, nos ayudará para saber que el poema juega con las perspectivas y los reflejos. La Piramidal, funesta, de la tierra / nacida sombra de los primeros versos se hallará contrapuesta con la figura del águila (cuando sus alas forman otra pirámide invertida: el veloz vuelo / del águila —que puntas hace al Cielo / y al Sol bebe los rayos pretendiendo / entre sus luces colocar su nido) cayendo junto al alma para formar: Las Pirámides dos —ostentaciones / de Menfis vano, y de la Arquitectura / último esmero donde el cuerpo durmiente reside en su centro. El alma, por otra parte, no se mantiene estática en la intersección de estos Montes dos artificiales / (bien maravillas, bien milagros sean); el alma de la soñadora se encuentra en contemplación y, posiblemente, haya perdido su lenguaje terrenal pues aun aquella blasfema altiva Torre dejó sus señales no en piedras, sino en lenguas desiguales, / (haciendo que parezcan diferentes / lo que unos hizo la Naturaleza, / de la lengua por sólo la extrañeza), sin lenguaje, sin una voz que le permita ver la senda verdadera, el alma parece condenada en su periplo; incluso, la propia ánima desconoce cómo fue que apareció aquí: si fueran comparados / a la mental pirámide elevada / donde —sin saber cómo— colocada / el Alma se miró. ¿Por qué Sor Juana sueña con pirámides sobrepuestas, faros de Alejandría, entidades clásicas y egipcias? ¿Cómo es que su alma va gozosa y temerosa por este raro universo pitagórico? ¿Por qué Harpócrates —divinidad del sol sosegado— teje, hipnotiza e induce al sueño a todo lo terrenal en el poema mientras Minerva y sus símbolos transcurren? Seguro de que nuestros sueños son minúsculos y reflejan el poco uso de nuestra ficción; vayamos hacia la distinción entre las preceptivas renacentistas y barrocas que Antonio Ubeda nos señala:

Lo indudable es la distinción entre barroquismo y clasicismo. En lo formal, el clasicismo renacentista implica el concepto de la proporción, de la fórmula, diríamos matemática, que se revela en arquitectura como la más plástica expresión de una existencia terminada, perfecta; en contraposición, la arquitectura barroca expresa lo dinámico, lo ilimitado, la sensación de las masas puestas en movimiento. De ahí la ausencia de ornamentación arquitectónica en lo clásico y la importancia del adorno en lo barroco, que alcanza personalidad constructiva.

Igual Ubeda, Antonio, El barroquismo. Seix Barral Editores, Barcelona, 1944, p. 13.

Estas primeras claves nos brindan una introducción entre la distinción estética de ambos estilos. Alcanzar personalidad constructiva es una característica que podría pasarse por alto pero su importancia es vital, pues nos permite agregar la atención por la naturaleza (su brutal y bella fuerza) en la dimensión barroca. Un ejemplo de ello es un elemento no alfabético que los tipógrafos incluyeron en su repertorio de tipos móviles: la hedera o florón [☙]; este signo es una hoja de hiedra y su adopción es característica de la planta: se extiende según su entorno. No es menor que la hedera sea uno de los ornamentos más usados por los impresores del s. xvii, su urdida condición se asemeja a los textos que acompañaba y a los párrafos que olvidaban cualquier bandera para destacar el centro de la pieza. Esta personalidad constructiva va creando capas de significado en las obras del período barroco, llevando al texto hacia los límites de su propio espacio para entretejer la idea de intertextualidad. “El Sueño” representa a una obra no lineal donde la dimensión permite guarecer diversos puntos del enigma. Podemos recordar el aviso del primer editor: Primero Sueño, que así intituló y compuso la madre Juana Inés de la Cruz, imitando a Góngora. Luis de Góngora y Argote, otro escritor barroco y descomunal que describe la cueva de Polifemo como formidable de la tierra bostezo y que en sus “Soledades” se encuentran diversos fragmentos donde Sor Juana pudo reflejar su imagen:

El can ya vigilante
convoca, despidiendo al caminante,
y la que desvïada
luz poca pareció, tanta es vecina,
que yace en ella robusta encina,
mariposa en cenizas desatada.

Fragmentos que pueden ser hirmados bajo la lupa de “El Sueño”, cuando Harpócrates lleva el oficio órfico hacia las praderas del conticinio y todos duermen (yacía el vulgo bruto, / a la Naturaleza / el de su potestad pagando impuesto), bajo su hechizo esplendoroso:

El viento sosegado, el can dormido,
éste yace, aquél quedo
los átomos no mueve,
con el susurro hacer temiendo leve,
aunque poco, sacrílego rüido,
violador del silencio sosegado.

Ambos textos encadenan en sus imágenes el reflejo de la naturaleza; si bien no protagonista, su avistamiento se esparce a través de la construcción de ambos poemas. Para adentrarnos más hacia los diversos grados que “El Sueño” traslada mediante su dominio en la óptica; regresemos a Antonio Ubeda:

El culto de lo escenográfico y de lo individual, la ausencia de límites, conduce al fervor por el paisaje libre y por las fuerzas naturales, al “anhelo realista del mundo” que es el naturalismo, y a la “fuga ascética del mundo” que es la mística; naturalismo y mística son dos de las manifestaciones fundamentales de la literatura barroca.

Igual Ubeda, Antonio. op. cit. p. 14.

Con lo anterior, nuestra noche va tejiendo con mayor holgura el velo del sueño. La dimensión de la primera imagen piramidal se mantendrá enigmática, pues su función es justamente resguardar cualquier notación de la forma interior, pero podríamos esbozar ese culto de lo escenográfico junto a la importancia que Sor Juana le brinda a la Naturaleza y a la Arquitectura. La representación escénica del Sueño articula con claridad su sistema: sobrepasa cualquier rasgo que pretenda describir sus cifras; partimos del oxímoron pues para esconder una palabra o un objeto siempre será buen recurso recurrir a su reflejo. En este caso, el juego de espejos es complejo pues el mundo se refleja en los sentidos; al tener los sentidos dormidos, el alma es propensa a otras figuras doblemente reflejadas:

según Homero, digo, la sentencia,
las Pirámides fueron materiales
tipos solos, señales exteriores
de las que, dimensiones interiores,
especies son del alma intencionales:
que como sube en piramidal punta
al Cielo la ambiciosa llama ardiente,
así la humana mente
su figura trasunta,
y a la Causa Primera siempre aspira
—céntrico punto donde recta tira
la línea, si ya no circunferencia,
que contiene, infinita toda esencia—.

Podemos incursionar hacia los signos de este artefacto geométrico para notar la pavorosa sombra fugitiva donde la Tierra, el Sol y Minerva tienen sus primeras evocaciones cuando Sor Juana enuncia: Piramidal, funesta, de la tierra / nacida sombra. La explicación más sencilla parece estar al vincular cada entidad con su símbolo astrológico o alquímico. En ellos, podremos encontrar figuras importantes como el triángulo y el círculo; figuras que al retomar una dimensión espacial, conforman prismas como las pirámides o las esferas. La Tierra, por ejemplo, tiene su representación mediante dos signos: 🜨 ó ♁, (dejando fuera al elemento tierra: 🜃 ó 🝕); por su parte, la tres veces hermosa / con tres hermosos rostros ser ostenta que es evocada bajo esta tenebrosa guerra, es la diosa Palas-Atenea o Minerva, divinidad de la guerra y la sabiduría, cuya representación es parecida a Venus: ⚴, y por último, queda el Sol que vuelta esculpió de oro sobre azul zafiro y cuya cualidad invencible se traduce mediante la idea cíclica: ☉. Entonces, la perspectiva geométrica del primer verso puede notarse si se sobreponen los signos: el sol proyecta una sombra piramidal sobre la tierra; en el ápice de ésta, se ha manifestado una figura esférica como faro que refleja la magnificencia del artilugio pero que no corresponde a la luz sino a la visión; se trata de un efecto óptico (último afán de la Apolínea ciencia), necesaria para el alma desprendida del cuerpo durmiente y que no alcanza a distinguir con acierto esa realidad: no de otra suerte el Alma, que asombrada / de la vista quedó de objeto tanto / la atención recogió, que derramada / en diversidad tanta, aún no sabía / recobrarse a sí misma del espanto; pero palidecer ante este efecto óptico no le impide al alma recrearse bajo el placer de quién provoca estas proyecciones o mueve a los astros: En cuya casi elevación inmensa, / gozosa mas suspensa, / suspensa pero ufana, / y atónita aunque ufana, reconoce que ella misma es una analogía: así ella, sosegada, iba copiando / las imágenes todas de las cosas; que no es otra cosa que la noción incomunicable de los objetos en palabras. No olvidemos que las sombras crean el volumen de las figuras planas mediante la proyección, y en esta construcción textual de Sor Juana, la ilusión no deja de tener un espacio descrito con magistral esmero y ayuda de la óptica: Así linterna mágica, pintadas / representa fingidas / en la blanca pared varias figuras, fantasmas que van perdiendo su velo bajo el imperio naciente de la luz y la funesta, la sombra fugitiva, que en el mismo esplendor se desvanece, cuerpo finge formado, de todas dimensiones adornado. Una vez más, no perdamos de vista que el transcurso del alma queda inscrito bajo la aurora del éxtasis; pues junto a estos trabajos laboriosos de la óptica, el mundo nocturno también le tiene preparado los esmeros de la noche cuando cautiva y libre se encuentra en mitad del poema:

La cual, en tanto, toda convertida
a su inmaterial ser y esencia bella,
aquella contemplaba,
participaba de alto Ser, centella
que con similitud en sí gozaba;
y juzgándose casi dividida
de aquella que impedida
siempre la tiene, corporal cadena,
que grosera embaraza y torpe impide
el vuelo intelectual con que ya mide
la cuantidad inmensa de la Esfera,
ya el curso considera
regular, con que giran desiguales
los cuerpos celestiales.

Recordemos que en Dante los cuerpos celestiales no giran desiguales, sino que giraban como ruedas que movía / el mismo amor que mueve sol y estrellas. Un sueño también es una herida y esa herida la reconocemos bajo la forma del fruto deseado: el sueño perpetuo sin dejar de adolecer nuestra presencia; en el poema, la herida podría ser la duda. “El Sueño” de Sor Juana Inés de la Cruz transcurre en la noche, entre pirámides del Cairo y entidades mitológicas para resguardar esa duda, urdida su enunciación bajo el velo de la noche y proyectada hacia el eco resonante del poema; resguardada en un papelillo que ella escribió y segura del placer de su escritura; pues sus palabras son más cándidas pero no menos graves: no me acuerdo haber escrito por mi gusto sino es un papelillo que llaman El Sueño; asegura casi en la conclusión de la “Respuesta a Sor Filotea de la Cruz”, postura que reiteró desde el inicio de la carta:

El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena; que les pudiera decir con verdad: Vos me coegistis. Lo que sí es verdad que no negaré (lo uno porque es notorio a todos, y lo otro porque, aunque sea contra mí, me ha hecho Dios la merced de darme grandísimo amor a la verdad) que desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones —que he tenido muchas—, ni propias reflejas —que he hecho no pocas—, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí.

Ese papelillo está aquí y no deja gota de café sin su alumbrada composición de magistrales contrapuntos y fugas; pues su enunciación y temas propios son tan descomunales que la lectura de su Sueño debe ser en voz alta. “El Sueño” no se trata de una ensoñación o de una duermevela; son 975 versos que navegan y son reflejo de las propias tribulaciones que se encuentran al interior de una celda. En “La Comedia” no aparece esa herida aunque Dante sea el vínculo entre lo medieval y la modernidad, su universo aún mantiene el orden sagrado de las esferas y puede conversar con Virgilio. En “El Sueño”, el alma no conversa. El alma se encuentra abducida frente a la luciente divinidad pero su transcurso no fue místico, pues recordemos a la mental pirámide elevada / donde —sin saber cómo— colocada / el Alma se miró, se encuentra en un punto intermedio donde padece los rigores del placer y la consternación. Aquí las palabras de Rocío Olivares Zorrillas son necesarias:

De eso precisamente es de lo que trata el Primero sueño: de la perspectiva, de su relatividad, de sus posibilidades y limitaciones, en breve, del compromiso barroco con las ideas de ilusión y de participación, y con el espacio infinito, donde el hombre ha sido puesto a su libre albedrío.

Hay quien piensa que este sueño está atiborrado de imágenes incomprensibles; formando un bosque de signos grises que nos aparta y nos deja perdidos bajo la propia resonancia del poema; lo anterior no se cumple si le damos tiempo a las palabras y a la relectura de los encabalgamientos barrocos. Aquí Rocío Olivares Zorrilla nos podría plantear otra interpretación adecuada, lejana a la selva oscura de “La Comedia”: Imposible no pensar en el emblema “Consilia occultanda” de Solórzano Pereira. En él un bosque tupido oculta un templo, símbolo del enigma sagrado. Agregar la característica que marca Antonio Ubeda dentro del uso del color sobre el barroco: En pintura, el colorido clásico reside sobre todo en la sólida armonía de colores singulares, y en el barroco en la impresión cambiante de color. La dimensión cromática del poema es absoluta y bella; contraria a la penumbra o a los colores intempestivos con los que iluminamos la noche contemporánea; la noche de la jerónima se alumbra con matices que aparecen únicamente bajo una presencia órfica, la silva completa es necesaria:

quien de la breve flor aun no sabía
por qué ebúrnea figura
circunscribe su frágil hermosura:
mixtos, por qué, colores
—confundiendo la grana en los albores—
fragrante le son gala:
ámbares por qué exhala,
y el leve, si más bello
ropaje al viento explica,
que en una y otra fresca multiplica
hija, formando pompa escarolada
de dorados perfiles cairelada,
que —roto del capillo el blanco sello—
de dulce herida de la Cipria Diosa
los despojos ostenta jactanciosa,
si ya el que la colora, 
candor al alba, púrpura al aurora
no le usurpó y, mezclado, 
purpúreo es ampo, rosicler nevado:
tornasol que concita
los que del prado aplausos solicita:
preceptor quizá vano
—si no ejemplo profano—
de industria femenil que el más activo
veneno, hace dos veces ser nocivo
en el velo aparente
de la que finge tez resplandeciente.

Vemos esta descripción apegada a la naturaleza, de su doble significado quizá una de estas flores podría tratarse de una Cyclamen cyprium; vemos también la suavidad de la palabras y su caricia sobre nuestra lengua: en su viaje, el ánima ha rayado los alcances del sol y su testimonio nos acerca su placer. Si le damos la abertura a cada palabra; por ejemplo, ampo es un blanco resplandeciente y rosicler expresa un rosa tibio y poético; incluso, acudiendo al drae, podemos encontrar la proximidad con la diégesis del poema: “adj. poét. Dicho de un color: Rosa claro y suave, semejante al de la aurora”. Por ello, el regalo enorme de Sor Juana: nos invita de forma constante hacia su Sueño, a ese espacio personal de su celda monacal para notar en la dificultad poética al espíritu de la soñadora de enclaves rosas y múrices, quizá, jugando con los símbolos pitagóricos que nos hablan de la vida gnóstica: la alquimia sucede en este transcurso de la noche al día; la vida transcurre en esa celda monacal todos los días y noches.

Otra de las entidades clave que quizá no tienen el mismo carácter protagónico en el poema es Venus; su aparición se presenta antes del amanecer: Pero de Venus, antes, el hermoso / apacible lucero / rompió el albor primero. Casi al fondo del poema y en la conclusión de la noche la estafeta de las sombras pasa hacia la iridiscencia del lucero de la mañana. Pero antes de llegar al alba, tenemos los versos de la noche: El mar, no ya alterado, / ni aun la instable mecía / cerúlea cuna donde el Sol dormía; ¿por qué la cuna del sol es el mar? Una de las respuestas la encontramos en la caída del sol: cuando la tarde va cediendo su terreno hacia lo vespertino. Véspero es la mirada del mundo latino para referir la hora del día en la se vislumbran los primeros cuerpos celestes, este desplazamiento de luz sobre nuestra lengua puede hallar la conveniente forma de lucero, la estrella de la tarde. Vesper también tiene sus raíces en la mitología griega como Héspero, hijo de Céfalo y Eos; la madre no es menor: Eos es una titánide de faz hermosa cuyo manto violeta puede recubrir las esferas oceánicas; su labor tampoco es trivial: abrir el cielo para la entrada de la aurora desde el mar. Héspero tiene un hermano gemelo: Heósforo (Fósforo) que son confundidos en uno sólo o, quizá, uno se esconde en el sueño del otro: quién haya armado en el agua un nudo puede saber cómo regresa el vuelo de la cuerda. Aunque hay quien ha meditado que se trata de un reflejo del cielo sobre las aguas del mar; un reflejo partido según la hora en que se presencie. De cualquier forma, Héspero y Heósforo son hijos de Eos cuyo velo abre la entrada de la aurora; se trata del velo del planeta mayor al que la noche y día rinden tributo: Venus. Recordemos los colores, el rosicler nevado se avecina desde estrofas atrás con su esmerada metamorfosis sobre el poema: rosa claro y suave, semejante a la aurora enunciada en Eos. Estamos ante el aviso del amanecer; he de confesar que no he leído completa “La Comedia”, siempre me he quedado bajo los círculos del infierno pues he escuchado que el Paraíso de Dante es absurdamente aburrido; en “El Sueño”, el final es abrumador, esplendoroso y lo podemos sentir bajo los versos que nos llevan hacia el final de la noche. Sor Juana no ha cedido ningún límite en el estilo y en la composición de este poema; pues para acercarnos a la gravitación de Venus, de este apacible lucero, hemos requerido traer a cuenta a Vesper y toda su familia para vislumbrar los ulteriores versos: y del viejo Tithón la bella esposa / —amazona de luces mil vestida, / contra la noche armada, / hermosa si atrevida, / valiente aunque llorosa—, la esposa del anciano Tithón no es otra que Eos, y según sea la tesitura del poeta que la evoque; Titono o Tithón es una cigarra enamorada (canta sus yámbicos y toca sus fugas con su violín miniatura toda la noche hasta la aurora), es un viejito que no deja de hablar encerrado en un cuarto por la desesperación de Eos, o en otras versiones, Tithón sigue a lado de su bella Eos; interpretación que encontramos en Sor Juana. ¿Pero por qué Tithón es un viejo y Eos es descrita valiente aunque llorosa? En el mito, Eos no es esposa del anciano; sólo es su amante pues Eos parece ser caprichosa y enamorarse de distintos hombres en cada amanecer, pero el viejo Tithón no siempre fue anciano y su linaje no es menor: es hermano de Príamo e hijo de Laomedonte, ambos reyes de Troya. Tithón fue hermoso en su juventud y por eso deslumbró a Eos; ella, enamorada y fervorosa le pidió a Zeus la inmortalidad de Tithón y éste se la concedió; no obstante, Eos olvidó que Thitón era un ser mortal que envejecía bajo el curso natural de las estrellas y en su súplica a Zeus no le pidió mantener a Tithón con el don de la juventud eterna. Por ello, Eos aparece valiente aunque llorosa, porque comparte su lecho con un anciano que ya no ama. Regresemos a la increíble síntesis de los versos de Sor Juana; pues tanto el lucero del alba (Heósforo) como el lucero vespertino (Héspero) se encuentran descritos bajo las señas del amanecer y las sombras como antípodas de los hemisferios. Por eso hallamos en el poema que Eos (su frente mostró hermosa / de matutinas luces coronada, y reiterada en ese tierno preludio, ya animoso / del Planeta fogoso) regresa resplandeciente contra la tirana usurpadora. Llegó, en efecto, el final del sueño con el amanecer; llegaron las aves que cantan bajo las copas de los árboles: tocando al alma todos los süaves / si bélicos clarines de las aves, que anuncian el despertar de Sor Juana. Los símbolos del poema esclarecen una vez que ha llegado la alborada, y el astro mayor reluce invicto bajo los colores imperiosos que la poeta le brinda:

Llegó, en efecto, el Sol cerrando el giro
que esculpió de oro sobre azul zafiro:
de mil multiplicados
mis veces puntos, flujos mil dorados
—líneas, digo, de luz clara— salían
de su circunferencia luminosa,
pautando al Cielo la cerúlea plana;
y a la que antes funesta fue tirana
de su imperio, atropadas embestían:
que sin concierto huyendo presurosa
—en sus mismos horrores tropezando—
su sombra iba pisando,

Aparece entonces, el último final. “El Sueño” contiene esa tenebrosa guerra que podría pensarse también en contra de la claridad textual. Pero no, el estilo es absurdamente bello y recuerda la presencia del crepúsculo o del amanecer; la voz tiembla al enunciar las figuras que se recrean con gozo bajo un estilo sublime que pretendió evitar esa categoría. Pues sublime es comenzar con el final, con la imagen cíclica de la última silva que se reitera bajo cada amanecer y en cada vespertina batalla. La alegoría se ha cumplido, hemos salido del laberinto de Sor Juana sin saber cómo y lamentamos eso; no tener un segundo sueño para dejar frotar los ojos con colores verdaderos. Pero ya mis lágrimas tiene forma ovalada, mandorla donde la voz puede entrar furtiva nuevamente al inicio de este gran y bello texto. Pues “El Sueño” tiene toda la pradera de por vida para regresar a sus símbolos; claramente ninguna noche es igual a la otra, la noche esdrújula donde Sor Juana Sueña mantendrá a sus quimeras bajo las cadenas del sueño, parnaso para nosotros al que podemos regresar para beber sus aguas y ser testigos de cómo la sombra:

Consiguió, al fin, la vista del Ocaso
el fugitivo paso,
y —en su mismo despeño recobrada
esforzando el aliento en la rüina—
en la mitad del globo que ha dejado
el Sol desamparada,
segunda vez rebelde determina
mirarse coronada,
mientras nuestro Hemisferio la dorada
ilustraba del Sol madeja hermosa,
que con luz judicosa
de orden distributivo, repartiendo
a las cosas visibles sus colores
iba, y restituyendo
entera a los sentidos exteriores
su operación, quedando a la luz más cierta
el Mundo iluminado, y yo despierta.

Cabe decir que mis pasos, mi pequeña figura dislocada; mis palabras y ojos enamorados pasearon por dónde Sor Juana Inés de la Cruz transcurrió: pasillos, capillas, patios, presbiteros, coros, sotocoro, criptas, cocinas y celdas del Convento de San Jerónimo; ella magnificada por su esplendor al despertar la figura recóndita de las palabras; yo, sólo un alumno más y seguidor de los gatitos que le dan vida a la Universidad del Claustro de Sor Juana. Es sólo un símbolo porque hoy, 06 de septiembre de 2021, se cumplen diez años donde estudié Escritura Creativa y Literatura. El mismo Claustro de Sor Juana que escuchó la voz de Rita Guerrero. Sólo se trata de una glosa más, innecesaria pero simbólica: una forma de encender una vela trás mi sombra. Como dije, no soy Virgilio ni tengo uno encerrado en los cajones; mi vela es apenas una minúscula estela comparada con la sombra persistente de este poema. Queda sólo el verdadero esplendor: el Mundo iluminado, y yo despierta.

06 de septiembre de 2021,
♌ Eduardo Yael

Bibliografía:

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