Un bosque llamado Rubén Darío
♌ Eduardo Yael
18 de enero de 2022
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Rubén Darío (18 de enero de 1867 - †06 de febrero de 1916
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Llega la noche, me encuentro casi en la esquina de la habitación en la noche del 18 de enero. Si no fuera por una luna llena de silencios fríos y alargados, resentiría mi propio desequilibrio sobre el escenario que me rodea. Un libro azul sobre la mesita de mi cuarto, un librito pobre con uno de los nombres etéreos de la literatura latinoamericana: Rubén Darío. La edición, como dije, no es especial pues fue pensada para todos. ¿Quiénes son todos, Darío? Le pregunto al notar su retrato recargado sobre la cubierta. ¿Escribir, para qué, Darío? La pregunta resuena hacia mis cavidades donde esa pulsión se abría profusa. No hay respuesta, mi cuerpo ahora es igual que este librito pobre de Darío: manos desconocidas desbarataron sus páginas, recurso de estudiantes forzados a medio leer y objeto de polvo en las librerías. ¿Qué hay ahora en Nicaragua, sino un desierto con tu ausencia, Darío? Me compré esta edición antes de terminar la preparatoria, el colofón asegura lo anterior: 2007. En ese entonces leí poco a Rubén Darío: ¿dónde estaba el mago que me había prometido? Luego los años y la decisión {¿mala?, ¿inefable?} de estudiar literatura; luego las frases largas, el falso sobreentendimiento de que se trata de un poeta secundario para la crítica (es de tercera mano si al escritor le gustaban las piñas en su infancia o si su exotismo le hizo vivir siempre en la periferia). Es complejo escribir sobre un escritor porque se desconoce cómo soñaba; quedan los recursos fáciles de la crítica que terminan en los monumentos. Rubén Darío no es un autor secundario, no existen los creadores de tercera o cuarta categoría: sólo el espectador o lector debe atender el llamado de una obra. Están los versos donde puedo habitar los atardeceres, donde el nicaragüense conoce los espectros dobles al asomarse profundo hacia dentro: Nada más triste que un titán que llora. También reconozco los presagios, la realidad que ahora nos atañe pues un augurio no es cosa del futuro, depende de reconocer las cifras del pasado: ser un buen lector que atiende los gestos del tiempo. De esta forma, Rubén Darío marcaba este pesimismo por afrontar sus días de viajero: Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable); de todas maneras, mi protesta queda escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes. Y es que son mis propias alucinaciones las que me hacen hablar con Darío; no me quedan tantos bosques, Darío, ya no queda mucho al decir: lapislázuli. También José Zorrilla tuvo una frase parecida, contra todo México y visceral trás el fusilamiento de Maximiliano: [...] te obligará a sembrar para él tu grano [...] ¡Ojalá seas yankee y yo lo vea! Rubén Darío y José Zorrilla cruzaron miradas alguna vez, quizá ambos reconocieron lo absurdo del oficio de escribir; al menos, ambos fueron investidos de sus propias obsesiones: Zorrilla se creía romántico, y Darío, parisino. Yo me creo yankee al abrir mi Facebook todos los días. Sin haber cruzado el atlántico, Rubén Darío visitó París. Azul… es un libro imaginado, azul es su idioma inventado. Pudo haber sido otra ciudad —Tokio, por ejemplo, se les antoja ahora a los adolescentes que se disfrazan ridículos pero felices—, pudo haber sido otro espacio: Dante transcurrió por su Infierno, Purgatorio y Paraíso, gracias a ese viaje algo se rompió, algo que Dante quiso escribir vulgar y sediento. Por ello, cuando Darío desembarca en su París imaginado, algo volvió a fragmentarse; nada de malo hay en cruzar la vida en un viaje imaginario. En fin, el fin del mundo resultó ser dubitativo, pueril y solitario. Queda visitar el bosque azul, místico y alusivo de Darío. Mi refugio de hoy es este cuento alegre, pues escribir es nada, Darío:
El rey burgués
(Cuento alegre)
¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre… así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:
Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos, y monteros con cuernos de bronce que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.
Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.
Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía improvisar a sus profesores de retórica, canciones alusivas; los criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.
El rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravillosos. Llegaba a él por entre grupos de lilas y extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de cuellos blancos, antes que por los lacayos estirados. Buen gusto. Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdina, que tenía a los lados leones de mármol como los de los tronos salomónicos. Refinamiento. A más de los cisnes, tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía, del arrullo, del trino; y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo novelas de M. Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí: defensor acérrimo de la corrección académica en letras, y del modo lamido en artes; ¡alma sublime amante de la lija y de la ortografía!
¡Japonerías!¡Chinerías! Por moda y nada más. Bien podía darse el placer de un salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales de una fauna desconocida; mariposas de raros abanicos junto a las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de gestos infernales y con ojos como si fuesen vivos; partesanas de hojas antiquísimas y empuñaduras con dragones devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda amarilla, como tejidas con hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas de arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en que hay guerreros tártaros con una piel que les cubre hasta los riñones, y que llevan arcos estirados y manojos de flechas.
Por lo demás, había el salón griego, lleno de mármoles: diosas, musas, ninfas y sátiros; el salón de los tiempos galantes, con cuadros del gran Watteau y de Chardin; dos, tres, cuatro, ¿cuántos salones?
Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada de cierta majestad, el vientre feliz y la corona en la cabeza, como un rey de naipe.
Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Señor, es un poeta.
El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, censotes en la pajarera: un poeta era algo nuevo y extraño.
—Dejadle aquí.
Y el poeta:
—Señor, no he comido.
Y el rey:
—Habla y comerás.
Comenzó:
—Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tendido mis alas al huracán; he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza escogida que debe esperar con el himno en la boca y la lira en la mano, la salida del gran sol. He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena de perfumes, la musa de carne que llena el alma de pequeñez y el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las cuerdas débiles, contra las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que embriaga sin dar fortaleza; he arrojado el manto que me hacía parecer histrión, o mujer, y he vestido de modo salvaje y espléndido: mi harapo es de púrpura. He ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ángel soberbio, o como un semidiós olímpico, he ensayado el yambo dando al olvido el madrigal.
He acariciado a la gran naturaleza, y he buscado al calor del ideal, el verso que está en el astro en el fondo del cielo, y el que está en la perla en lo profundo del océano. ¡He querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
¡Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet! ¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes. Él es augusto, tiene mantos de oro o de llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da golpes de ala como las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso, preferid el Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el otro de marfil.
¡Oh, la Poesía!
¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de la mujeres, y se fabrican jarabes poéticos. Además, señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y el señor profesor de farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos lo autorizáis todo esto!… El ideal, el ideal…
El rey interrumpió:
—Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
Y un filósofo al uso:
—Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis.
—Sí, —dijo el rey—, y dirigiéndose al poeta:
—Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales.
Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta hambriento que daba vueltas al manubrio: tiririrín, tiririrín… ¡avergonzado a las miradas del gran sol! ¿Pasaba el rey por las cercanías? ¡Tiririrín, tiririrín…! ¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre las burlas de los pájaros libres, que llegaban a beber rocío en las lilas floridas; entre el zumbido de las abejas, que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de lágrimas, ¡tiririrín…! ¡lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coronada de águilas, no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio, tiririrín.
Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él, el rey y sus vasallos; a los pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro, ¡tiririrín!
Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! Y el infeliz cubierto de nieve, cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse ¡tiririrín, tiririrín! tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y helada, en la noche sombría, haciendo resonar entre los árboles sin hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó muerto, tiririrín… pensando en que nacería el sol del día venidero, y con él el ideal, tiririrín…, y en que el arte no vestiría pantalones sino manto de llamas, o de oro… Hasta que al día siguiente, lo hallaron el rey y sus cortesanos, al pobre diablo de poeta, como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio.
—¡Oh, mi amigo! el cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y grises melancolías…
Pero ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! ¡Hasta la vista!
—Rubén Darío