Palíndromo
Lord Byron

A la sombra de Lord Byron

Eduardo Yael ♌
22 de enero de 2023
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Frente a cada autor existe el momento donde estrechamos cierta cercanía que nos conduce hacia la fascinación. Se trata de un episodio parcial al que nos suspendemos con alivio. Quizá deba ser cauto y no hablar de delirio, pero el laberinto literario tiene su versión más exquisita cuando descifra nuestras claves y su arquitectura se desdobla tras deducir que ese transcurso mantiene una disposición parecida a nuestro hogar. Reconocer en otros nuestros propios padecimientos es un principio literario, somos humanos no tanto por la fertilidad de la razón, sino por las grietas de lo razonable: empáticos al desplazamiento, acudimos al llamado de quien comienza a cantar alegre o elegíaco. Ocurre en el texto: dramaturgia, crónicas, noticias. Pero es más seguro hallar esas resonancias en el origen propio de lo indecible: la poesía. Uno lee con la espalda mojada porque así son mejores los encuentros con los versos de Gónzalo Rojas o Lezama Lima. Seres que se columpian en un mínimo hilo de palabras sin importar que sean dos tronquitos frágiles los que armen el columpio desde lo alto de un acantilado. No importa el abismo: se escribe porque si uno cae, será junto al alud de las palabras. Cabe adelgazar lo dicho, no escribo desde el rigor; mi escritura es un fino palillo que hurga dentro una gran masa disforme como es la realidad.

Quiero confesar que no soy la persona ideal para hablar de Lord Byron. Me pesan sus poemas en inglés, mi sensibilidad no destella ante los yámbicos que se mecen en su obra (quiero creer que son yámbicos). Me parece que el español es una lengua más artesanal que podemos estrujar sin reparo alguno. De esta forma, me gustan más los versos de mi lengua que vienen con barro candente y sulfuran su estruendo al mancillar:

En la niebla raza de nuestra raza domicilio
de las faltas de convicción de nuestros fantasmas.

Larrea, Juan. En la niebla.

Ejemplo de una antología personal que articula la ficción con lo cotidiano. En cambio, los matices de Byron no me brindan lo que a cualquier inglés podría sustraerle hacia el deleite:

Ah! did that breast with ardour glow,
with me alone it joy could know,
or feel with me the listless woe,
which racks my heart when far from you.

Compruebo con la versión anterior, dulcísimos versos que el hado le dió. Al leer, me siento como con una papa caliente en la boca que me impone un resuello y que no puedo escupir por educación. Por ello, no alabaré la obra de Byron con elementos fáciles que todos conocemos: romanticismo, locura, tenebrismo, erotismo, ocultismo y naturaleza. Son temas que me interesan, claro —yo también he sido un taimado que llegó a escribirle en una carta a una niña: soy un verdadero romántico. Sin embargo, como todos los que han sentido cierta cercanía con Byron, quedó rendido ante su figura. No dudo de su talento. Pero intuyó que somos víctima de una de sus prestidigitaciones.

Su vida transcurrió sin pautas, colmada por un frenesí que podría ser un antecedente del perpetuo apuro del que somos presas. Byron creció rápido gracias al cuidado de su institutriz Mary Gray, ella lo inició en las artes eróticas donde lo sublime no busca una definición concisa. Con esos primeros pasajes, la vida amatoria se vuelve una alegoría donde cualquier pretexto se presta para columbrar una notación especial de mística. Más que hablar del destello sexual y del reflejo narcisista que dejó en todas las esquinas que visitó, la obsesión de Byron no escatima la oportunidad de modificar la realidad, sus movimientos dislocan y marcan la vida de los demás. Es un escritor de paisajes y escenas que monta a su derredor las estampas cotidianas que vuelve a trastocar una vez articuladas. Es ahí donde veo su genio creativo pues no es un género menor dentro de la creación artística. Cabe resaltar uno de los episodios en su viaje a España. Al hospedarse con dos hermanas solteras, una de ellas quedó cautivada por su figura y le ofreció su habitación para pasar toda su estancia. Byron la rechazó y narra que al despedirse de ella le dijo: Adiós, tú hermoso! Me gustas mucho. Este episodio parece repetirse cuando Goethe escribió trás la muerte Byron: Descansa en paz, amigo mío; tu corazón y tu vida han sido grandes y hermosos.

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