Corinto mar

Eduardo Reséndiz

tiburon
Vesica

Aranas de mar

Toda historia es común para el olvido: el sonido de las rocas cuando el declive de su éter erosiona su fisonomía, la hierofanía en una cintura femenina que avista la eternidad en los caudales de su adamar, la transgresión del tiempo lineal por las espesas fracturas en su constante incomplitud, la destreza del Redentor al profanar el orden con el barro, los cuadernos con líneas no acertadas sobre la confabulación de su blanco: ecos de un imperio traslúcido que pudo haberse ejercido por medio de la prestidigitación literaria, deslices que uno mira en la noche cuando su lámina cimbra el lento oleaje que describe la entereza de nuestras vidas. Las variaciones de la palabra mar, aseguran aquellos que han intimado una relación con la sal y las dorsales del agua, conducen hacia los orígenes concéntricos y reúnen los umbrales que han de nombrar los significados del destino; regresar de esa zona profunda no siempre es fácil y condiciona eternamente al viajero con musitar fragmentos y comisuras del relieve marino, ritmos de la marejada sobre la eterna historia de cualquier instante. Específicamente, surcar el indecible movimiento de los mares no terrestres requiere las destrezas del engaño y la seducción de las grietas que su naufragio incita. Magia y resarcimiento de vicios negros son herramientas necesarias para librar la posición de una ola que nos lleve de vuelta o, al menos, nos conduzca hacia la contrición lascivia del abismo donde las sensaciones son el único vacío de nuestra fascinación absoluta; nada conjurara nuestra alegre laceración sobre la sal y el agua, solo el tacto por la carne ha de recrear una senda para tildar el ánima. Conjugar ese esplendor suele ser una actividad hadal {quiero encontrar en tu boca la pulsión de mi nombre verdadero entre sábanas y piernas}, encontrar su síntesis para referir un lenguaje coherente; una disciplina rígida podría ayudar a conseguir modelos aldinos o llegar hasta el dominio ultraliterario. El orden aleatorio es fundamental para albergar nociones necesarias y reproducir el sueño ínfimo del viaje; instruir un ábaco que lleve las cuentas de las veces que hemos estado vivos {quiero un solo trazo por tu espalda para proferir mi idea del fuego}, para resoplar palabras precisas que el viento constituye en su brazada y nuestra memoria mantenga la tensión con sus aguas.

Estoy anclado, y el batel espera el suave insomnio de la resolana; el piélago es indistinto con su especulación celeste y la fisiología de la marea intuye los rasgos de las olas antes de desatar su temblor de furia: sesgos del universo al notar en el espejo la noción de las aguas, página blanca que flota sobre el sonido de su albor, intento por revenir del naufragio sobre este descanso descarado sobre tu nombre: el oleaje de los mares inventados ha sido incipiente para decir tu historia en muchas formas que no son nuestras, querida, lo es nuestro sueño dividido.

Libreta de mar

Dicen que su transición en nuestra historia se debe a un hecho falso plasmado dentro de diversos registros marítimos y esa resonancia fue formando cavilaciones en los oídos y las imaginaciones. Dicen que era adusto, cerado por las varias tardes que le dieron cuerpo castaño. Mostraba veleidad por las nereidas (revestimiento de sábanas enrollan, en una aleta de tela, a las piernas de la mujer mientras aletean), su aroma de pescado crudo y esa faz lejana cuando intentan arar sentido en artes de la adivinación; gustaba del sabor extraño de las neritas y ciertos moluscos que aparecen sólo en la brea del mar. Nadie sabe el año ni la estrella que fijó su suerte. Nadie ha realizado los sacramentos necesarios pues desconocen si era ser vivo o de fantasía. Los argumentos tienden a desaparecer la certeza de que fue ungido con barro y macerado en el vientre cuando su concepción; nada serviría inquirir los reveses de su nombre o su fisionomía velada por los artificios de las anécdotas. Algunos cuentan que su embarcación se partió en mar abierto y pereció sin saber cómo; unos incluyeron que se trató de una alegoría de época: imitando a algún tribuno romano, se arrojó hacia las aguas en busca del secreto amor o la veleidad incandescente; aquellos no descartan la posibilidad de un embuste más para proclamar nuevos mandamientos impositivos; otros arguyen que se trata de un viajero simbólico y su estancia mortal se expresa a través del fervor marino. ¿Quién de nosotros está libre de las alucinaciones especulares que rigen sobre nuestra espalda? Sobrevive, lo sé; e intenta, lo puedo jurar, abandonar sin hacer un escándalo. Su memoria fue transcrita en páginas equívocas que suspendieron la vigencia de su historia; ahora, sin pretensiones, esta es su tarde y la apariencia de su mujer se le ha multiplicado a través del innavegable mar de signos femeninos. ¿Podrá nuestro Adusto surcar ileso? ¿Podrá recrear el etéreo dialogismo luego de atravesar la otra orilla mientras la luz transcurre sobre su espalda? ¿Seguirá atento al movimiento de cadera de su mujer al prescindir de su desaparición? Este es su diario luego de cualquier candente noche de febrero, sus labores diarias ya no son fáciles y mira hacia el borde de su cama como una página desdoblando una enorme ola: temblor de tierra cuando se aproxima su maremoto, partición de la caricia a través de sus prolongamientos, cartografía de parajes susceptibles al magnetismo. Sin recato, esta es la reticencia de su navegación por un desierto de caricias: bebió las aguas abiertas, padeció la comunión con la vida vedada para cualquier estirpe, caminó la frágil y escultural noche según la cadencia de su mujer; conformando un contrapunto de nombres al evocarla en un raudal vacío. Si la palabra prosigue como un golpe de máquina, escribir no trata sobre laberintos o la holgura de tinta al incursionar sobre espejismos o manchas, sólo la figura cautiva del agua.

Quizá, al final de este blanco, algo mío y tuyo nos refleje; te estaré esperando afuera, Tina.

𓋏

Remando

El espacio lavado de las olas, las huellas simples en la arena que no tocarán el amanecer, el firmamento replicado en la oscuridad terrestre, figuras enervadas que reponen su austral magnificencia a través de su estela, relieves de la escritura gravitatoria e incandescente. Por un lado, un cinturón de laureles iluminan el manto negro del absoluto espacio, heraldos a la espera de su promesa argonauta con el destino; por la otra extensión, un bulbo femenino despereza su imantada geometría de luciérnaga para desplegar la ínsula de su arrebato. La unión suave de cada región conforma las hilvanadas elipses, las paredes hondas que resguardan su audacia con los astros y la concavidad distinguida por el mínimo tacto en su pretérita contrición violeta. Los pliegues develan la mirada, su dilatación articula los muslos al enrubescer los remos en el artificio, venusta figura de peces han delineado su plegaria seglar sobre la marea; ¿qué silencio podrá descifrar esa vasija de conductas? Podría ser dicha pero los labios deben de mantener su livieza, tratando de agarrar palabras sin cuerpo en esa métrica de delusión. Aunque sea cosa distinta hablar de cuerpo femenino, siempre estará el indicio de dos círculos compareciendo un origen despaginado, un resguardo contiguo de escamas y selacia, una figura disuelta en su hialina oval: ( vesica piscis ). Ojalá su urdido baricentro que obliga desbordar la ambición lumbar; la piel satinada con su profundidad inmarcesible, el corazón apostillado al envilecer tiernamente la sangre para desplegar su bruma con un gesto inaudible. Mi acto de fe está en su peso sustantivo, sus reverberaciones por tu rostro, las marcas de arcilla donde la turbación reiteró la inmensa caricia del arte amatorio en dos fraseos. Ver sólo su mirada rota, enlucido lagrimal geométrico para beber su hábito fatuo u obedecer la pulsión de sus fuegos en su alma mar. Meter profundo entre los remos nuestra figura de nada, esforzar su grávido telón incumplible en la dársena encanillada y a la promesa de su cintura; sístole para no perder rumbo y no yacer en el espacio negro de las aguas. El barquero recrea una estela con su balsa, si lo simultáneo tuviera cabida, ésta reprodujera un espacio para introducir los presagios de nuestro nacimiento.

Hierofanía

Tina Ponce lleva el cigarro hacia su boca, sus labios mantienen un tono natural y esa armonía distingue un gesto desde el surco labial hasta el arco de venus, ambos estamos sentados en la sala; suelta una bocanada, veo el humo. Es un nuevo día, su perro enano pasea por el departamento y el agüita para café está por burbujear, la penumbra aún refleja los resquicios de la noche: ceniza de los cigarros de Tina, vasos sucios, botellas vacías, persianas abiertas. Me gusta tu palidez y castaños, Tina. Me gusta cómo inventas tu historia para que la soberbia perdure un instante fallido sobre el letargo de tu belleza. Horas antes, la claridad del alba asumió lentamente su imperio; todavía la gruesa oscuridad rondaba entre nosotros, todavía las fustes del ensueño enarbolan su velamen en un viaje unísono. Siento tu respiración cencellada y los pliegues de tu culo; pienso el olor profundo que resguardas y me gustaría hendir mi nariz para asentar la piel blanda: seguir tu origami de piernas y aspirar largo hasta marcarme por el peso indecible de tus muslos. Sólo respiro cerca de ti mientras musito palabras sin lugar en tu historia negra, —la eternidad, dicen los hermeneutas, sólo es cuestión de algunos elementos que incitan a revenir por su trayecto—, palabras aluzadas por el filo de tu cuello; acaricio tu vientre y muslos, me encantan tus muslos; remos que conducen su hechizo áureo por tu cuerpo con la intuición de lograr una brecha por un mar extinto. Se libra la lenta lasitud del sueño por tu piel y los labios quedan en un extraño sosiego; miro tus paredes y repisas, encuentro figuras santorales: uno es negro y otro semeja a un ermitaño. Nos observan sin juicios y quizá su cuerpo de cera, luciente yeso y barro, enuncia su plegaria revenida desde su certeza inmóvil, su fraseo se diluye en los cauces que su silencio tuvo en la carne, el verso profano necesario para hallar la proferta de su verbo interior. Nos observan con sus dos ojos pintados por tintura negra, escorzados sobre el blanco que fue espíritu y ahora sólo piedra, y yo te paso las manos por el cuerpo asentando su blandura, mi vista ya se vuelve un abismo seráfico; tú sólo suspiras, esa es mi respuesta al eco de los santos susurrando sobre la molicie del alma y la duda obsesiva del sitio donde reposan las vísceras luego de su eterna espera en el ánima. Te toco el culo esperando que mi polvo sea, por cualquier artificio o embuste, parte y simbiosis de una figura enunciando la vida desde su contemplación foránea; nadie dirá palabra sobre la eternidad. Sólo toco tu culo rico y no dudaría tomarte del vientre para hurgar por dentro con mis dedos; envilecer mi cuerpo con tu vulva y meterme en ti para volver a urdir mi nacimiento, pero nos observan y eres una cereza durmiente. Solo me quedaré aquí, frente a tu fulgor negro mientras duermes; mirando la ventana y tu rostro, sahumando tus olores y presagiando que nuestra figura contrapuesta de medialuna nada será después. Desde la ventana se asoma el desenlace inefable, la alcoba retoma su forma y repliega la penumbra de su sueño: estoy enamorado de Tina, su negrura y piel alborada. La acaricio con la mano recia mientras la altanoche, los azulados de la madrugada delimitan la espera del amanecer. Despierta; me nombra, pero yo sólo un sonido de escarcha agitado, difuso mientras su eco pervive en mí. Aleja su figura, entra al baño y quedo solo, oscilando sus castaños rubio todavía en mi profundidad, naufragando mientras sigo en camita. Pérdida de ritmo, anagnórisis. El perro enano la siguió y ella me llama desde la sala, las lupercales se cierran. Todavía es temprano y hemos dicho pocas cosas. Sin indulgencia pregunta qué ha pasado, nada recuerda ya. Le regreso hacia la tarde que no he transcrito aquí y tuvo de más. Ella no cree y sonríe sobre algunas cosas, le digo que es hermosa y me abrazó mientras dormía: te toqué los muslos y el culo esperando la mañana. Estamos en el silloncito; bocanada, el cigarro armoniza bien en su boca, las comisuras de sus labios humean y la habitación aspira su escenario hacia el vacío contiguo. Se sigue viendo hermosa y surge la extraña mirada, reminiscencia {ojos de ceríferas lunas}: salimos a desayunar y el mar abre su postigo alcanfor. He dejado en el sol pruebas abnegadas de tu litarge, tu voz dormida como un remo que abre para decir tu nombre en la niebla: dejar al eclipse completar su travesía. Recuerdo tu mano mientras caminamos juntos hacia tu casa, recuerdo casi las fracciones de la noche y deseo partir hacia los horizontes blandos, interludio de los matinales con dirección falsa; llevar esto hacia las encaladas muestras del amanecer: espuma blanca que desaparece mediante una caricia de espiras. Terminamos los juguitos, los rojos chilaquiles y el pan partido; nos alejamos por las grietas de la mañana.

Tina Ponce lleva el cigarro hacia su boca, ha regresado a su fuente y está a punto de terminar con uno de sus cigarros.

𓁐

Esmero en el olvido del agua

Si el estruendo me ha de llamar que sea en los burdos lunares y las absurdas líneas que unen dos cuerpos al consagrar su espacio nocturno, lento imperio de la espera: mirar el agua apacible decir su postigo alcanfor para expresar el gesto acorde con la marejada, clamor fácilmente distinguido por indicios ondulantes de la piel; elasticidad cuando el rumor recupera las acrobacias del asombro. Que sea el viento hecho de vilezas, el viento echado a veredas para reunir el alba restringida a cerillos, inflamables de cierzo, traiciones nobles cuando no hay más esmero por compartir y el abandono recrea su propia alusión para ceñir sus praderas en el lenguaje, vertedero para columbrar el reposo de las astillas de un barco hiriente. Sea tu dulce nombre una violencia para decir a largas los espejismos, el óxido de columpios, la mugre sensual de un horaco plácido al asentir su comisura. Estoy a la espera del lagarto que venga a pedir mi sangre; mientras, ven, siéntate en mi cara y haz otros vicios conmigo, lidia un hilo con mis yemicos. Estoy en espera; he encendido un humo, trato el juego de los espejos al imitarme en la barba áspera de Eliseo Diego; en un gesto soy Alejo Carpentier y las vencidas veredas de la vértebra visión recrean su fantasma sobre labrados que carezco; muevo la ceja, ahora soy Piñera y entonces sé que este trayecto imaginado en el mar tuvo inicio en algún verso principal de Carpentier o Piñera; nada he de mentir si también mezclo mi apellido con el agua al naufragar silencios en la oscuridad. Tu sonrisa no era tan bella, carecía de constricción pélvica (genuflexión originaria del roce de los muslos donde esa caricia despliega su dádiva), y la asunción de los arcos labiales, pero uno debe respetar aquello que provocó inquietud y una necedad impronunciable de seguir mirando, incluso si la penumbra impide el esclarecimiento de la cara; la noche en la que ríes ha alimentado la tensa locura de mis dedos y he intentado el lenguaje de los abanicos para un viento echado de vilezas; toda alusión de palabra no habría de dar lugar a tantos sitios temerarios. La primera herida de invierno revino en tu cadera {aunque la primera vez que entré en celo fue cuando pedí a Viridiana de 1997}, los utilitarios actos de amor en los mensajes de texto para incluir regiones de mar y otros lindes con tesituras parecidas; ha llegado de nuevo el invierno, y rojo de tinto, salgo a pasear repitiendo sus manteles estables y ceñidos. He sentido atracción por las llanuras, esos espacios incidentales de la naturaleza privilegiados por el efecto de absorber emanaciones y recuerdos. Mi preferencia por estas extensiones comienza con su promesa de sostener un horizonte en su último punto, una fijación por su dibujo o la crispada grafía que determina sus relieves en un momento específico creando la posibilidad de la presencia: susurros inabarcables, esperas en largos indicios de un viaje circular. Lugares donde la llanura distiende sus límites hasta hacernos perder el ritmo de nuestro paso y algo, con su audacia imprevista, nos dice la imposibilidad de voltear atrás. Pero la tentación es aguda y mis trazos ineludibles, trásfuga constante de la mirada sobre el oficio blanco; para contar uno aprende sobre un ábaco y los números tienen colores; para contar uno aprende sobre los nombres y la gente va teniendo voluntades, olores; para contar uno sujeta su historia a los recuerdos y va construyendo escenarios para revenir su yo con certeza, pero a veces se me urde la vida por la urgencia de ornamentos y mi aflicción se envuelve sola: paramnesia erecta en tu cuerpo de violeta, paramnesia erigida por acto blando de tu culo, paramnesia de tu bellaca daifa que no enmascaras. Tina sigue por la calle y su mano nos conduce hacia el laberinto del crimen, ¿dónde nos van a violar a ambos?, ¿por fin nos quitarán la inocencia de transcribir lo que carecemos? Llama la noche, dice que tus lacios son apacibles si soy capaz de mirarme. ¿Has dispuesto las palmas hacia arriba mientras la lluvia? La sola sílaba de las uñas, los cuerpos acaecidos y los relieves llanos de una geografía vencida. Brisa desplegada sobre palmas arriba obliga a la tempestad caer sobre el vacío y herir un fragmento divino. Todos hemos de asentir un trayecto, una caminata en blanco sin que nuestros pasos fijen con determinación el ímpetu de avanzar, hipnóticos por un movimiento especular de la conciencia o siguiendo un mandato ulterior a las latitudes de cualquier herida. La sed de sal es una manera de entibiar la otra sed, la linfática, urdida sed de rojo; lo confieso mientras acaricio mi barba transparente frente al espejo, seduciendo grietas concretas, limaduras constreñidas para disfrutar tu finita mandorla. Repaso mis dudas cartográficas; esmero las posiciones oceánicas y las diluidas zonas contiguas al rosa hasta abrir rutas foráneas y transponer la lógica del presuroso sorbo de café, la medición de palabras en cuello femenino: intrincados sesgos de cisne al apresurar su horrible graznido violáceo. Cada paraje no es una zona prometida, acaso locaciones trémulas de pasillos unidos hacia un centro incongruente, parajes inferidos de opuestos retablos que figuran un realismo inquebrantable; ebrio litoral labrado por mi propia piel y secundado por tu olor, pensaremos que la prudencia nos salvará si en la encrucijada volteamos atrás y nos permitimos fracasar tras un espejo de simbologías rotas. El fuego de la estufa ha encendido, te necesito para que me enseñes a cocinar y luego desnudarte con calor ajeno. Seguir transparencia sin ayuda de susurros miocardios, seguir ferocidad con palabra álvea; el momento real de tu sombra cuando fuma con letargo y esa lentitud adorna el artilugio de nuestra farsa. Sonarán los ríos y las campanas llamando a la gente para que puedan lavar sus manos; vendrán, lo tengo previsto, los días inciertos con tu nombre en la profundidad. Desunir la noche de ti con esmero para volver hialino tu cauce, escurrir la mareta en tu feridad pélvica. Yerra, mujer, todos tus alcances, yo viciaré tu piel y abriré su odio en mi boca; me quedaré tirado aquí sobre el pasto y los verdes no me dejarán zarpar. Veo las nubes, mentiré el mundo para que todos se tropiecen con tu lenguaje: he construido una choza pequeña sobre mi nave para alcanzar tu voz; ya no la recuerdo, y cada mujer expande, al hablar, la confusión de ese eco. Sueña, navío desplegado del aire, imperecedero, que todos los horizontes avistan tu perecer, sueña e inventa tus dulces imprecisas realidades, silente navío desterrado.

𓁢
Palíndromo